(Perú21)
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Avergonzado de su país por el fracaso en la guerra de las Malvinas, harto de vivir bajo una dictadura militar, el argentino vendió su apartamento en Buenos Aires y se mudó a Lima en 1982. Eligió Lima porque tenía un amigo argentino que había prosperado allá como entrenador de golf en un club de la ciudad, a tal punto que, además de dar clases de golf, era dueño de la cafetería del club.

-Los peruanos aman a los argentinos -le dijo el entrenador a su amigo.

El argentino tenía treinta años y se había casado con una mujer recatada y pudorosa, muy guapa, que parecía una modelo, pero era católica fervorosa. Tan pronto como llegó a Lima, el argentino fue contratado como profesor de tenis del club. Su esposa se ofreció a trabajar en la cafetería, pero el argentino, consciente de la belleza de su mujer, temeroso de los estragos que aquella belleza pudiera provocar entre los socios pudientes, se opuso y la dejó embarazada. Tuvieron un hijo que se llamó como el argentino. Luego tuvieron una hija que se llamó como la esposa del argentino. Eran razonablemente felices. Los peruanos eran amables con ellos y dejaban buenas propinas. Ahorraron. Consiguieron una licencia para vender alcohol y abrieron un bar en la cafetería del club. Prosperaron. Concluidas sus clases de tenis, los socios se sentaban a comer y las sobremesas se extendían hasta la noche y eran irrigadas por abundantes bebidas alcohólicas.

Con el dinero que ahorró, el argentino compró una casa cerca del club e invitó a sus padres para mostrarles que había tenido éxito. Sin embargo, el país, gobernado por un joven de izquierdas que había confiscado los bancos, se hundía en el caos, jaqueado por el terrorismo y la hiperinflación. En el club todo lucía espléndido, pero afuera, en el país de verdad, las cosas se veían mal. El argentino se asustó. Decidió mudarse a Caracas. Su amigo, el entrenador de golf, le rogó que no lo hiciera. El argentino no le hizo caso. Estaba seguro de que el Perú no tenía futuro. Puso a la venta su casa. Como no podía venderla, la ofreció a precio de remate y la vendió, perdiendo dinero. La casa fue comprada por un corredor de autos. El argentino y su familia se mudaron a Caracas en 1989.

Eligió Caracas porque allá vivía un hombre muy rico, al que había conocido en el club, dueño de una fábrica de pegamentos en Lima y otra en Caracas. Era peruano, soltero, sin hijos, y se decía que era gay, rumor que él no se esforzaba en desmentir. También se decía que estaba enamorado del argentino, chisme que el argentino refutaba, encolerizado. Lo cierto es que el argentino y su familia se instalaron en Caracas, en un apartamento alquilado. Cansado de dar clases de tenis, el argentino le pidió trabajo a su amigo y fue contratado como gerente de ventas con un estupendo salario. El pegamento era un producto muy exitoso, se vendía en todas las ferreterías, de modo que el argentino prosperó y compró un apartamento espectacular, con vistas a las cumbres verdes del parque El Ávila. Durante diez años, ganó una fortuna y se hizo accionista minoritario de la fábrica. Cuando el dueño murió, el argentino heredó las dos fábricas, lo que multiplicó los rumores de que había sido amante del finado. De pronto millonario, se preguntó qué debía hacer con las fábricas. Nuevamente, lo asaltó el miedo. Un comandante venezolano había capturado el poder y puesto en jaque a los empresarios. Asustado, el argentino pensaba que el comandante era un comunista encubierto y le expropiaría su fábrica. Por eso la vendió a precio de liquidación a finales de 1999.

-¿Y ahora -se preguntó- adónde nos mudamos?

Su esposa pidió volver a Lima. Después de todo, el Perú había conjurado las amenazas del terrorismo y la hiperinflación. El argentino llamó al corredor de autos y dijo que quería comprarle la casa. El corredor le pidió diez veces más de lo que había pagado por comprarla. Indignado, el argentino lo mandó al carajo. Tenía suficiente dinero para comprarla, pero, si lo hacía, se sentiría el hombre más tonto del mundo, por haberla vendido a un precio tan bajo, víctima del miedo. Decidió que vendería la fábrica en Lima y se retiraría, antes de cumplir cincuenta años. Compró una casa en Buenos Aires, puso su dinero en cuentas en dólares en los bancos más sólidos de la Argentina y anunció que pasaría el resto de su vida jugando al tenis y al golf, sus grandes pasiones, en clubes de Buenos Aires.

Apenas dos años después, a fines de 2001, sus depósitos bancarios fueron confiscados y el argentino se encontró en una situación desoladora: tenía millones de dólares en bancos argentinos, pero no podía retirarlos en dólares ni en pesos. Quería pegarse un tiro por haber sucumbido a la nostalgia y regresado a la Argentina.

-Tanto nadar en Lima y Caracas para morir ahogado en Buenos Aires -se atormentaba.

Cuando, dos años después, por fin le devolvieron sus ahorros, ya no en dólares, sino en pesos, había perdido el setenta por ciento de su dinero. De nuevo, se sintió el hombre más tonto del mundo. Una vez más, tuvo miedo y decidió que debía irse de la Argentina, un país que, decía, era como una gran señora que te seducía y luego, mientras dormías, tras acostarte con ella, te robaba, dejándote esquilmado.

Resignados a que la suerte les era tercamente elusiva, deseosos de vivir en un país razonable, predecible, el argentino y su esposa transfirieron sus diezmados dineros a bancos en Chile, un país que, decían, se encontraba ya en los umbrales del primer mundo. Compraron un apartamento en Santiago, se hicieron socios de un club de golf y adquirieron unas farmacias en el barrio de Providencia, no muy lejos de Las Condes, donde vivían. Pasaron los años. Ya nunca volvieron a ser tan ricos. Envejecieron sin sobresaltos. La esposa murió de cáncer, con la tranquilidad reservada a los creyentes. Viudo, amargado, haciendo cuentas de todos los dineros que había perdido por vender casas y negocios bajo el influjo del miedo, y por haber confiado en los bancos de su país, el argentino se volvió taciturno, dejó de frecuentar a sus amigos y raramente acudía al club, ya no a jugar al tenis ni al golf, sino a beber un escocés tras otro. Las farmacias, por suerte, dejaban ganancias, aunque no tantas como había calculado cuando las adquirió.

Recientemente, el argentino pasó unos días en Buenos Aires, alojado en el apartamento de su hijo, y vaticinó en tono sombrío que la Argentina se hundiría en el caos, puesto que, muy a su pesar, los peronistas volverían al poder.

-Menos mal que vivo en Chile, que es primer mundo -le dijo a su hijo.

Luego volvió a Santiago, donde se sentía a buen recaudo de los malos gobiernos y los políticos ladrones. Sobreviviente de tantos naufragios, estaba convencido de que Chile era un país serio, seguro, confiable, una franja de cordura en un vecindario de locos. Hasta que hace pocas semanas vio, desconcertado, perplejo, cómo unos jóvenes enmascarados destruían y quemaban todo lo que encontraban a su paso en la capital chilena. Las farmacias del argentino fueron saqueadas y destruidas. Como no las tenía aseguradas, perdió una fortuna. Todavía poseía un dinero languideciendo en bancos chilenos. Sin embargo, se sentía el hombre más desafortunado del mundo. Recogiendo los vidrios rotos en su farmacia, haciendo cuentas del desastre, el argentino sufrió un infarto fulminante. Lo último que pudo ver, tumbado en el piso, fue un frasco de calmantes a su lado, cuya fecha de expiración era la del mismo día en que el argentino errante estaba a punto de dejar de respirar: 28 de octubre de 2019.

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