El antiaprofujimorismo. (Foto: Juan Guillermo Lara / El Comercio)
El antiaprofujimorismo. (Foto: Juan Guillermo Lara / El Comercio)

De un tiempo a esta parte, el término “aprofujimorismo” se ha erigido como una denominación peyorativa en referencia a un sector político, hasta hace poco asentado en el Congreso, hoy disuelto. A pesar de que las develaciones e investigaciones de corrupción han implicado a todo el espectro de la clase política (de izquierda a derecha), esta suerte de binomio del mal aparece como la quintaesencia de la podredumbre de nuestro establishment. A falta de una marca negativa, el híbrido de estas dos organizaciones representa, en la narrativa más popular de la opinión pública, la autoría de los males del país.

No voy a cuestionar la validez del significado que se le otorga a este vocablo –muy justificado para sus difusores; injusto según los imputados–, sino la sicología política de quienes asumen el término como certero. Si existen dos identidades políticas más masivas en el país, estas son el antiaprismo y el antifujimorismo, precisamente. A pesar de quienes portan las correspondientes identidades positivas polares (apristas y fujimoristas), no pasan de la décima parte de los encuestados a nivel nacional; quienes rechazan (por separado) a los integrantes de esta suerte de “duopolio de la perversión” exceden la mitad de la población. Ni el suicidio de Alan García ni el encarcelamiento de Alberto y Keiko Fujimori han generado conmiseración de parte de sus opositores. Todo lo contrario, la animadversión popular ha crecido.

La literatura especializada indica que quienes portan identidades negativas tienden a agitar con mayor facilidad sentimientos populistas (de rechazo al establishment, que consideran inherentemente corrupto) y a creer sin cuestionamientos en teorías de la conspiración. Más allá de si se alimentasen de odios o reacciones cívicas, en el razonamiento de un “anti” se hace más creíble cualquier especulación. En tiempos de fake news, las historias conspirativas –asociadas a las acusaciones de corrupción, de las dinámicas del poder– se potencian. La constatación de la veracidad se vuelve secundario, “innecesario”, sobre todo si se sostiene en una trama retorcida (como sobornos de dinero en efecto en loncheras). Nunca tan oportuno Noam Chomsky cuando sentencia que “la gente ya no cree en hechos”.

No soy optimista respecto al futuro de la democracia peruana porque en las cabezas y corazones de las supuestas reservas morales y republicanas del país, reposan el maniqueísmo político y la posverdad, independientemente de quién ocupe el banquillo de los culpables. (En este universo no existen ni acusados ni sospechosos, sencillamente responsables).

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