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Redacción PERÚ21

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Sandro Venturo Schultz,Sumas y restasSociólogo y comunicador

Cuando recibo a los amigos expatriados que vienen de visita para ver a sus familias, no deja de sorprenderme su contradictoria algarabía. Por un lado, felicitan los avances de un país que viene saliendo de la oscuridad y la carencia, y, por otro lado, rechazan nuestro caos político y civil, acusando a nuestra informalidad de todos los males que aún nos agobian. Esto coincide con una idea que se ha ido cimentando entre los analistas sociales, a saber, que el crecimiento económico será insostenible mientras no exista una fuerte institucionalidad y que esa institucionalidad será el soporte para promover las profundas reformas que los últimos gobiernos vienen postergando periódicamente.

La informalidad nos propone un gran desafío. Los peruanos somos educados desde pequeños a vivir en la pendejada. Preferimos el camino más corto aunque tengamos que faltar a las reglas. Somos tolerantes con ciertas formas de corrupción siempre que la eficacia asegure beneficios tangibles. Cada vez que dejo a mis hijos en el colegio y veo la forma en que los padres abusan de la zona de desembarque, no puedo evitar pensar en la pésima educación cívica y cotidiana que les ofrecemos a nuestros hijos.

Pero hay otra dimensión de la informalidad que pocas veces tomamos en cuenta. El nuestro es un país que se ha transformado en las últimas décadas a partir de emprendimientos forjados por fuera del Estado. Grandes porciones de nuestras principales ciudades se han construido a partir de las invasiones y la autoconstrucción. Significativas fortunas, grandes y pequeñas, se originaron por fuera de la recaudación fiscal, lejos del contrato escrito, apoyadas en el convenio verbal y la confianza mutua. Antes del impresionante crecimiento económico de la última década, el Perú ya contaba con incontables masas de ciudadanos que vencieron a la adversidad sin necesidad de que el Estado los apoyara.

Hoy como ayer, cuando el Estado se acerca a millones de familias que han aprendido a alcanzar sus logros a partir de experiencias informales, suele recibir un gesto de incredulidad y desconfianza: "¿Por qué vienes a exigirme si nunca estuviste antes?". O peor aún: "¿Por qué debo cumplir con mis obligaciones si a cambio me ofreces corrupción y desilusión?".

Vencer la informalidad o, lo que es lo mismo, pensar en la institucionalización requiere algo más que modernizar las organizaciones estatales y hacer cumplir la ley con rigor. Para superar la informalidad necesitamos acometer una gran transformación político-cultural. Sin confianza en lo público, es decir, sin legitimidad, será imposible pasar a otra escala de nuestros grandes retos nacionales. Nuestros políticos no piensan en esto, menos aún se proponen enfrentarlo. La verdad es que nosotros tampoco.