Foto: GEC
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Si durante el 2020 quebraron 70 mil restaurantes en todo el Perú y se perdieron 500 mil puestos directos de trabajo –contando los puestos indirectos, el total sobrepasa el millón–, la segunda ola de la pandemia y la cuarentena obligatoria dispuesta por el gobierno harán que esa cifra aumente a niveles siderales. La situación de un sector tan significativo para la identidad cultural peruana es, a no dudarlo, dramática.

Chefs, trabajadores y propietarios de plazas emblemáticas de la cocina nacional claman por un rescate más específico que los Reactivas o la reducción del . De lo contrario, la crisis puede terminar tumbando incluso a connotados íconos gastronómicos que durante estos últimos años dieron lustre internacional a nuestra marca país.

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En los meses previos al apriete de la segunda ola, los aforos reducidos, el , el recojo en tienda, dieron resultados parciales, bastante limitados; lo que, en cambio, resultó un fracaso, gracias a los alcaldes, fue el supuesto impulso que se pretendió dar a las terrazas de los locales o a la habilitación de los espacios públicos colindantes a ellos –las mesas al aire libre reducen las posibilidades de contagio–, respetando siempre las disposiciones sanitarias.

Incomprensiblemente, la mayoría de las burocracias municipales se dedicaron a poner trabas y hasta a plantear cobros absurdos para permitir que los establecimientos pudieran sacar sus mesas a la vereda o al estacionamiento, como viene sucediendo en innumerables capitales del mundo, con el objetivo de salvar a sus industrias gastronómicas de la debacle del .

Incluso podrían cerrarse algunas calles con importante oferta de restaurantes o cafés para facilitar el flujo de comensales que, de ese modo, aliviarían también las tensiones del encierro prolongado en casa. Si los alcaldes permiten que en arterias populosas los vendedores ambulantes campeen a sus anchas, sin respetar ningún protocolo de salud, ¿por qué no apoyar a este sector tan preciado para los peruanos de toda condición? ¿Por qué no?