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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

Para levantarme, o para no dejarme atenazar por pensamientos indeseables cuando estoy despierto, lúcido, tomo una droga a mediodía, un antidepresivo común.

¿Qué sería de mí si dejara de tomar el antidepresivo nocturno y el diurno? No lo sé, no quiero averiguarlo, me falta valor. Desde joven he sido un suicida, estoy vivo a pesar de ser un suicida, soy un suicida fallido, es decir un tonto, uno de esos tipos que deciden matarse pero que lo hacen tan mal que terminan haciendo el ridículo. ¿Por qué quise matarme cuando no había cumplido todavía veinte años? Ya lo he contado: porque me gustaban los hombres. Como no era humanamente posible que dejaran de gustarme, y como no podía vivir con esa vergüenza, quise irme. Siendo un cobarde, descarté la pistola y elegí las pastillas. Pero prevaleció mi torpeza: tomé veinte pastillas pensando que eran mortales sin saber que no lo eran. Cuando desperté, estaba en casa de un amigo que me había rescatado dormido, inconsciente, del hotel. Ese amigo y yo tendríamos que haber sido amantes, pero él no estaba circuncidado y eso me frenó. Esos detalles (una incisión en los genitales, unas manos con las uñas carcomidas, un aliento espeso, avinagrado) son definitivos para el amor, para sabotear el amor, aunque años después haya sido capaz de enamorarme de un hombre que tampoco había sido circuncidado, no sé cómo logré sobreponerme a esa desazón.

Siguiendo a ese hombre, me mudé a la ciudad helada del sur y allí enfermé y me hice drogadicto. Ya lo había sido en mi juventud, desde luego. Fui adicto a la cocaína y la marihuana unos buenos años y luego me curé solo, sin ayuda de nadie, o con la ayuda de una mujer que me dio dos hijas espléndidas. De manera que cuando me mudé a la ciudad helada del sur estaba sano, curado, rehabilitado. Era un drogadicto, aunque no me drogaba. No tomaba nada que tuviera cafeína, ni siquiera té. Estaba todo el tiempo lúcido, atento a los detalles, concentrado en no salirme de la realidad. Es un decir: cuando más me concentraba era precisamente cuando salía de la realidad escribiendo ficciones. Pero escribir mentiras no es, por supuesto, vivir una vida de mentira. Al contrario, es vivir en pleno estado de lucidez, estimulando las fiebres de la imaginación.

¿Por qué quería estar todo el tiempo sobrio, lúcido? Porque soy hijo de mi madre: ella me habló de santificar la vida cotidiana desde niño, me enseñó a rezar en latín, me educó en la noción de que el cuerpo era un templo sagrado, inviolable. Yo quería ser el hombre que mi madre esperaba de mí, no quería ser un coquero, un marihuanero, un perdedor, quería que mi madre sintiera vago orgullo de mí. Digno hijo de ella, tenía aversión a las pastillas, a cualquier pastilla que me sacase del sufrimiento real, un sufrimiento que, así me habían educado, podía ser bueno, útil, necesario para forjar el carácter y entrenar al espíritu en el viaje a la eternidad. No tomaba siquiera aspirinas o analgésicos menores, no tomaba ni media pastilla que me privara del dolor que había sido sembrado providencialmente en mi destino. Quedaba desvelado todas las noches, era una pesadilla, no había manera de conciliar el sueño: cambiaba de cama, prendía más estufas, cubría las paredes y ventanas de un material de goma espuma para que no penetrase el ruido, rezaba sin fe, me ponía en cuatro y le pedía a mi novio que me hiciera el amor: nada funcionaba, nada me hacía dormir. Hasta que, obligado por él y su madre, fui al sanatorio y un neurocirujano me recetó una pastilla. Era un ansiolítico menor, funcionó, me abrió las puertas del paraíso. En aquel momento, comprando esa droga con prescripción en una farmacia de la ciudad helada del sur (a la que prefiero no volver), me hice drogadicto de nuevo, recuperé mi condición de drogadicto vigente, al día.

Desde entonces han pasado más de diez años. Por desidia o pereza, dejé de amar a ese hombre. Me enamoré, suerte la mía, de una mujer que podría ser mi hija. Le pedí que me diera un hijo y, mucho mejor, me dio una hija. Todo ese tiempo, dormí drogado y amé a esa mujer con plena consciencia de mis limitaciones y los riesgos consiguientes, y creo que ella eligió amarme, o se resignó a eso, a sabiendas de que no soy un hombre cabal, completo. Soy, lo admito, un drogadicto, y ella lo sabe y así me quiere, lo que revela cuán sentido y verdadero es nuestro amor. He sido un drogadicto antes de cumplir veinte años y no estoy lejos de cumplir cincuenta, es decir que he sido un drogadicto razonablemente feliz la mayor parte de mi vida, no se diga ya de mi vida adulta. Soy un drogadicto, entonces, desde que me hice adulto: con el uso de la razón adquirí también el de las drogas.

Podría decir en mi defensa, pero claro que no convencería a nadie, que me drogo solo para dormir. Y es verdad. No me drogo para escribir, no me drogo para salir en televisión, no me drogo para hacer el amor con ella, en todos esos momentos de plena y absoluta consciencia soy un hombre anclado en las aguas marrones de la realidad. Nunca tomo drogas para estar lúcido, no las necesito. Tomo un antidepresivo común cuando me levanto, pero no creo que tenga una influencia decisiva en mi ánimo ni mi salud, solo hace que me crezcan libidinosas las tetillas. Fuera de esa cápsula que no altera mi estado de ánimo, no al menos de una manera llamativa, no como me estimula el café, uso drogas solo para dormir. El razonamiento es simple: si no las tomo, no dormiré; si no duermo, enloqueceré, moriré; solo podré sobrevivir en mínima calma si he reposado; solo logro reposar si estoy correctamente drogado. A estas alturas mi madre me diría: por eso tenemos que internarte en una clínica de desintoxicación, Jaimín, para que te liberen de esa dependencia a las drogas y puedas dormir profundamente, bien, a plenitud, de un modo natural. Y es en ese punto, en ese incierto punto, cuando nuestros razonamientos se bifurcan y desencuentran: yo no la acompaño más en ese acto de fe y pienso, con la frialdad del agnóstico, del que duda, que no será posible dormir bien sin la ayuda de unas drogas recetadas por un médico serio. Como no comparto esa ilusión, esa quimera, como no puedo hacer mía la admirable fe de mi madre, tomo tres pastillas antes de dormir y no rezo porque presiento que no hay nadie allá arriba. Las cosas son como son, ya estamos grandes para mentirnos: no rezo, duermo drogado, despierto contento y funciono mejor en todo sentido (como escritor mediocre, como periodista en minoría, como amante afeminado) cuando he dormido gracias a las drogas de las que no he podido emanciparme. Pero quizás la verdadera emancipación no consista en dejarlas sino en dejar de pensar, lastrado por la culpa, que ir al doctor, pedir ayuda y conseguirla en forma de pastillas en una farmacia es algo que está mal, algo que debería curar. Quizá esa sea una intoxicación aun peor, la del tipo que cree que rezando va a curarse del insomnio y se atormenta pensando que tomar una pastilla es una rendición moral y una sedición de ateos.

Sí, lo admito, soy un drogadicto. Y esta noche voy a tomar tres drogas prescritas por un médico y voy a dormir bien. Y solo amarrado, botando espuma biliosa y gritando improperios conseguirán llevarme a una clínica de desintoxicación.