Siete días bastaron para pasar del peligro del abismo político, con la negación de la confianza a Pedro Cateriano, a la armonía y votación abrumadora a favor de Walter Martos. Los cambios en las personas eran evidentes, el primero arrogante, con experiencia política, capaz de dar la sensación de “escuelear” a cualquiera en la esgrima parlamentaria; el otro, de rostro afable, caminar bonachón, militar en retiro con formas jerárquicas pero más cercano al promedio ciudadano.

En el discurso, las diferencias fueron de forma más que de fondo. Martos, con tono conciliador, no se refirió a la minería ni pareció cercano a intereses empresariales. Y fue empático.

Pero no solo el Congreso sufrió una transformación, en donde incluso sus representantes más radicales en UPP y el Frepap votaron a favor de este gabinete –que en esencia era el mismo que el de Cateriano–, sino también el propio presidente Vizcarra, quien, al acompañar a su gabinete unas cuadras, mostró su comodidad y su respaldo. Hay una imagen palaciega en la primera presentación de Cateriano cuando, recién designado, respondió a las críticas en defensa de su designado ministro de Trabajo y con una actitud de gran conocedor nos dio la “campanada” de que al presidente no le había caído nada bien esa “clase” pública.

No tengo evidencia de si en ese instante ya Vizcarra se había arrepentido de esa designación, pero no dudo que no fluyó una dinámica entre ambos. Martos, más bien, evidencia obediencia jerárquica ante Vizcarra. Su comportamiento público parece acomodarle mejor. Solo como dato dentro de la cúpula del poder. Antes de la presentación de Martos, el asesor argentino Maximiliano Aguiar –que influyó mucho en el jefe de Estado en momentos decisivos como la disolución del Congreso y el referéndum– se despidió coincidiendo con el cambio de Cateriano. Finalmente, la pregunta ciudadana es si el Congreso jugará de nuevo a Dr. Jekyll y Mr. Hyde con una censura a los ministros de Educación y Economía en medio de la pandemia. Esperemos que no.