Redacción PERÚ21

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Beto Ortiz,Pandemoniobortiz@peru21.com

Había dormido en el cuarto del primo Junior en Acarigua esa noche y, antes de las 7 de la mañana, mi tío Daumant me despertó con esa dulce rudeza que era su sello de distinción:

- ¡Betito Machu Picchu, levántese!

Supongo que la leyenda no es conocida, así que debo explicar que los tíos de Venezuela siempre me llamaron así –echando broma– parodiando la manera en que mi mamá me despertaba de niño, en mitad de la madrugada, para evitar que me volviera a orinar en la cama:

- ¡Betito, pichi, pichi, levántate!

Habíamos acordado levantarnos temprano para hacer las compras: yo iba a intentar preparar una carapulcra que se pareciera remotamente a la de mi mamá y Daumant iba a enseñarme a hacer dos de sus más célebres recetas europeas: steak tartare –una delicia caníbal hecha de carne cruda– y sauerkraut, más conocido como chucrut.

Habíamos acordado levantarnos temprano, pero nunca pensé que tan de madrugada, así que remoloneé un poco antes de saltar de la cama y me metí a la ducha con poco entusiasmo. No habían pasado ni diez minutos cuando volví a tener a tío Daumant tocándome la puerta:

- ¡Pero bueno! ¡Usted se demora peor que una mujer, no joda!

No recuerdo cuándo había sido la última vez en que alguien me apuró para que saliera del baño. A los hijos únicos nadie nos arrea. Y a los que salimos en la tele, tampoco.

Probablemente era la primera vez en mi vida que me pasaba. Me reí tratando de alistarme rápido y en pocos minutos estuve en el comedor. Por ninguna razón en especial me había puesto una camiseta roja esa mañana. Grave error:

- ¡Ay, se puso todo de rojo el carajo! ¿Quiere que lo persiga un toro?

Hacía como veinte años que no lo veía y ya me había olvidado de su cáustico sentido del humor, ese humor temible que, de chico, me ahuyentaba un poco, (porque siempre me agarraba de punto) pero que ahora que yo también lo cultivo, como hobby me resultaba absolutamente encantador. Volvía a Venezuela después de 16 años y la mesa del desayuno era una fiesta. Por supuesto, era Daumant, el viejo tío emigrado de Letonia, quien lo había preparado todo: arepas con queso, hallacas, panes crujientes, jugos, mermeladas y toda clase de jamones. Qué maravilla. ¿Había algo mejor en esta vida que un papá engreidor que te espera con semejante desayuno de domingo?

Esa era la primera imagen que había acudido a mi mente cada vez me acordaba de él.

Esa era la buena vida que siempre llegaba con él a la vieja casa de la calle Votto Bernales en Santa Catalina: ¡los embutidos de la salchichería alemana, los diablitos Underwood, las cervezas, los strudels, las selvanegras, los chocolates Toronto de Savoy, los baguettes! Antes de que tía Judy se levantara, el aroma del café Madrid recién colado ya lo inundaba todo. Bueno, casi todo, porque el fino olfato de mi tío Daumant detectó rápidamente un aroma intruso que arruinaba el de su festín:

- Pero, ¿te echaste encima todo el frasco de colonia? ¡Muchacho, te has perfumado como una puta!

Las bromas y el cochineo se sucedieron a lo largo de todo el día. De ida y vuelta, esta vez porque ahora sí hablábamos el mismo idioma. Viéndolo maniobrar con gran destreza cuchillos, fogones y sartenes, aprendí a hervir la col con las costillitas de cerdo y el azúcar para obtener el mejor chucrut del mundo. Y, para no quedarme atrás, me lucí tostando la papa seca, el maní y rehogando el aderezo de ají panca con chocolate El Rey, esmerándome para obtener la aprobación de mi carapulcra ante tan exigente juez. Como decimos aquí: nos agarramos a cacerolazos. Y a botellazos también porque la tarde cocinera fue sabiamente sazonada con heladísimas chelas Polar. Ese domingo de setiembre, no sé por qué, tuve la sensación de que, por ese mágico instante, mi tío Daumant estaba llenando un vacío inminente en mi vida. Y aunque yo sabía muy bien que aquel otro forado que era inminente en su vida sería imposible de llenar por mí sentí que fuimos padre e hijo por un ratito. Enfundada en su mullida batita de entrecasa, mi tía Judy nos contemplaba bebiendo plácidamente su café, se sumaba al jolgorio también y se olvidaba un ratito de la pena.

Y fue por ese único, providencial domingo, que yo logré tener de nuevo una familia, mi familia.

Gracias, tío. Bon voyage.