A 106 homicidios en 19 días del año, un promedio diario de 6 asesinatos. En 2024, 2,120 ciudadanos murieron de la misma forma. Son datos de una crudeza que únicamente el Gobierno se niega a registrar. Datos que revelan que nuestro país tiene una tasa de 6 homicidios por cada 100,000 habitantes, una cifra alarmante en comparación con otros países.
Y aun así la presidenta de la República, Dina Boluarte, se dio el lujo de minimizar el tema en la reunión anual del Foro Económico Mundial en Davos, en lugar de, por ejemplo, aprovechar el viaje y buscar asesoramiento de los expertos internacionales en el tema. “El Perú es un país que ha recuperado su tranquilidad política, económica y social”, dijo. Aunque reconoció que existe un problema de crimen organizado, minimizó la responsabilidad de su gobierno al asegurar que se trataba de un problema “global”.
Y no es así. Las cifras de lo que está ocurriendo en el Perú hablan por sí mismas y si a estas se le añade el drama social o el impacto que las economías ilegales están teniendo en la política, la economía y el Estado de derecho, pues se entenderá la gravedad del problema. Que diga que se trata de un ‘mal de muchos’, como ha pretendido consolarse la presidenta ante la prensa internacional, es la enésima señal de lo descaminado que anda este gobierno respecto a la seguridad en el país. Casi un cuadro de alevosa disonancia cognitiva.
El empresariado, los gremios de trabajadores, los comerciantes han elevado más de una vez su voz de protesta ante la inoperancia del Ejecutivo frente a esta acuciante realidad.
La ferocidad y el descaro con que actúan las organizaciones criminales es cada vez mayor. El sicariato, en sus distintas modalidades y bandas, se da el gusto hasta de poner en circulación videos de sus fechorías o de las torturas que infligen a sus víctimas en tiempo real. Todo en el marco de estados de emergencia —prorrogados una y otra vez— que diariamente le enrostran al ministro del Interior la futilidad de sus medidas contra la delincuencia.
Una situación que, por otro lado, debería recordarle a Juan José Santiváñez que aquella vez que se salvó de la censura en el Congreso fue porque prometió renunciar si sus políticas para luchar contra la ola de inseguridad no surtían efecto.
Queda por verse si el mismo Congreso cómplice que lo mantuvo en el cargo en esa oportunidad le cobrará factura. Lo cierto es que el país no da para más.