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Redacción PERÚ21

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Carlos Meléndez,Persiana AmericanaTras el colapso de los partidos ochenteros surgió un autoritarismo clientelista ejecutado desde el Estado. La lucha contrasubversiva reprimió a la sociedad civil, especialmente en regiones. El fujimorismo (mediante sus movimientos electorales, especialmente VV) monopolizó la representación en el interior bajo un esquema centralista (congreso unicameral con distrito único).

El retorno a la competencia política en el 2001 (unido a la descentralización en el 2002) sorprendió al viejo establishment partidario, refugiado en Lima. Los nuevos (Perú Posible, Somos Perú) rápidamente reprodujeron el centralismo. Se abandonó cualquier pretensión de presencia territorial. Fue el fin de los partidos como los conocíamos hasta entonces y el de un paradigma de organización política.

Sin proyectos nacionales ni aparatos clientelares, los políticos regionales quedaron a su libre albedrío, con los incentivos suficientes (transferencias, canon) para llenar el espacio creado por la descentralización. Así surgen los movimientos independientes y coaliciones locales dirigidos por expartidarios y exfujimoristas (el de Robles era una alianza de exizquierdistas). Luego emergen empresarios sin experiencia política (César Acuña), radicales post-Sendero (de Nelson Palomino a Walter Aduviri) y, últimamente, mafias contra la democracia. Sin ideología ni modales democráticos, solo se guían por sus ambiciones particulares hasta destruir la política y convertirla en violencia.