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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la luna

Flores, globos, pancartas entusiastas, mensajes de bienvenida nos esperan al entrar al departamento. Es mi madre en cada detalle, cada gesto de cariño. Con candor de adolescente y flores amarillas y globos adheridos en las paredes, ha logrado despejar el aire apesadumbrado que persiste en ese lugar. Se me ha sugerido retirar ciertas fotos que podrían sumirme en la tristeza. No he querido retirar ninguna. Esas mujeres son una parte luminosa de mi pasado, y contemplarlas no me rebaja a la desdicha sino me alienta a seguir de pie para encontrarme con ellas. Puede que ese encuentro no ocurra nunca, pero imaginármelo me da aliento.

Conviene que sean días festivos. Todo el que puede se ha marchado. En los techos ondean polvorientas las banderas. Cada cien pasos duerme un vigilante cubierto por frazadas. Parece un barrio abandonado, de fantasmas. Solo se agitan en bicicletas, con linternas y silbatos, unos hombres incansables que nos protegen del delito. Han cesado los ruidos de la construcción vecina. Lo que han edificado es una casa extraña con aspecto de buque a la deriva o bolichera. Todo el que pudo se marchó, huyendo de los ruidos, el polvo, los temblores, el odioso estrépito del progreso. Las paredes del departamento están resquebrajadas. Así habrán de quedarse. Esas grietas que han partido lo que parecía sólido y amenazan con derribar lo que se suponía indestructible son las marcas apropiadas de la vida sentimental que sacudió esos cuartos, esos pisos, esos ambientes decorados con una gran expectativa de felicidad familiar que poco tiempo después se convirtieron en un discreto museo del desencanto y la ruptura.

El propósito del viaje es uno bien distinto del que se ha anunciado en la prensa. He viajado seis horas en avión, exponiéndome a los peligros insidiosos de la niebla, dando cara a los enemigos, solo para comprar novecientas pastillas sin otra prescripción que la de mi voluntad apátrida. Esas cápsulas azulinas me procuran un sueño justiciero que es menester preservar, acicatear. En la isla en la que vivo no las venden o si las venden no me las venden a mí porque ya me conocen y nadie quiere ser responsable de una muerte por sobredosis. Es la ansiedad del adicto la que mueve mis pasos y me lleva todas las tardes a la farmacia para premunirme de ciertas drogas que mi cuerpo reclama cada doce horas. En el formulario del viajero que he dejado en migraciones, he marcado el casillero de visita, no el de trabajo, tampoco el de vacaciones, a falta de uno que dijera adicciones, dependencias, compras farmacéuticas. Como van las cosas, tendría que comprar una farmacia, no sería una mala inversión.

Hay que cumplir la agenda, se espera de uno el obediente cumplimiento de la agenda. La agenda es, por supuesto, perfectamente inútil. A nadie le importa la novela que se promociona, ni siquiera a los aludidos, que mandan saludos con amigos y conocidos y agradecen la impertinente fabulación que han inspirado. Es de personas juiciosas entender tan bien que solo se escribe de lo que habita la memoria. Los personajes que viven en la novela no son sino las personas que el narrador recuerda de modo empecinado y un tanto avieso. Dado que no será posible volver a verlas, lo que es una pena o una derrota, les damos vida en la ficción.

Cada día trae unos placeres bien pensados: los plátanos, las granadillas, las chirimoyas, los helados de lúcuma, los periódicos que no se leen, el televisor apagado, la estufa al pie de la cama, el paseo de madrugada por las mismas calles delicadamente mojadas por una fina garúa inenarrable. Qué cosa tan rara es la garúa. No es lluvia ni aguacero ni chaparrón, tampoco brisa o ventolera, es un hilo tímido de agüita mansa que cae como pidiendo permiso, como si alguien quisiera refrescarnos sin intención de mojarnos o incomodarnos. La mejor dimensión del barrio es la que el caminante advierte de madrugada, agazapada bajo la delgada capa lluviosa que apenas se siente.

Mi madre llena las tardes con su belleza de actriz de cine y su invencible optimismo de santa en vida. Tendríamos que hacer una película con sus cuentos, sus bromas, sus fantásticas confusiones de nombres. Cada momento con ella es de una gran intensidad dramática. Todo es tremendo, definitivo, el preludio del fin del mundo, todo está impregnado del aire conspirativo de las intrigas políticas, todo va cargado de nobles intenciones y plegarias en latín. Quién me hubiera dicho que terminaría rezando con mi madre. No me lo ha pedido ella, se lo he pedido yo. Ha sido un momento estupendo, de gran felicidad. Ha vuelto a ser el niño que busca en su madre las certezas de la fe. Hemos visitado una parroquia vacía, nos hemos puesto de rodillas, hemos dado las gracias, hemos dicho palabras sinceras de arrepentimiento, hemos balbuceado con los ojos cerrados todo lo que quisiéramos hacer con lo que queda de nuestras vidas: ahogar el mal en la abundancia del bien, dejar huella, abrir camino, usar apropiadamente los dones que nos han sido dados, abrazar a las personas que hemos agraviado. Esa hora, primero de rodillas y enseguida sentados y tan profundamente ensimismados y orando con parejo fervor, ha sido sin duda el momento estelar del viaje, solo un sereno que nos abrió la parroquia como testigo. Cuando sea el turno de morir, quisiera que me velen en esa parroquia. Mi alma se ha quedado sentada en esa banca frente al sagrario. Alguien hablaba en alemán cuando nos retiramos.

Sin embargo, y no me engaño, ninguna ficción religiosa conseguirá penetrar mi mente tan eficazmente como las novecientas pastillas azuladas que he comprado en la farmacia del barrio, a razón de cien cada día. Ciertas personas consiguen dormir después de rezar, yo me aseguro tomando un par de pastillas. Al pasar los controles me han preguntado por qué llevo tantas pastillas en frascos de vitaminas. Para llegar a fin de año, he respondido.

No sé cuándo volveremos, nadie lo sabe cuando sube al avión y se aleja. Solo estoy seguro de que volveré a ver a mi madre y rezaremos juntos en esa tranquila parroquia alemana.