(Joel Alonzo/GEC)
(Joel Alonzo/GEC)

Van dos días seguidos en los que se ha hecho fácil comprobar que hay algo muy trastocado en nuestra sociedad como para que tantos crean que trece personas merecían morir por haberse ido de fiesta. ¿Cómo es que ese espíritu ha calado tanto entre nosotros? A pesar de que no es nuevo, no me deja de sorprender la naturalidad con la que muchos encuentran en la muerte un castigo razonable o destino inevitable para quienes infringen las leyes y reglas, como si detrás de cada una esas muertes no hubiese también una tragedia personal y familiar.

Es evidente que nadie debió estar en la discoteca Thomas. No encuentro argumento para justificar esa fiesta, pero es posible señalar la irresponsabilidad individual de quienes estuvieron ahí sin celebrar las muertes. ¿Acaso todos los que las justifican han cumplido al pie de la letra todas las reglas del distanciamiento e inamovilidad durante estos meses? No sorprendería que muchos de los que dicen que los fallecidos en Los Olivos merecían ese destino se han reunido con sus patas y sus cervezas en plena pandemia, con la ventaja de haberlo hecho lejos de callejones sin salida donde corres el riesgo de morir aplastado por una estampida humana. Las formas de “oxigenación” en estos meses de confinamiento dependen de los hábitos, el tamaño de la billetera y el lugar donde vives. ¿Unas merecen la muerte y otras no? ¿Cómo evitaremos que una tragedia así se repita?

Para quienes no somos fiscales ni jueces, esta situación nos debería dejar más preguntas que juicios morales. Como dice Jorge Yamamoto, en otras sociedades se pregunta primero qué pasó y no quién fue el culpable. Se nos hace más fácil identificar responsables que buscar explicaciones. ¿Será que lo segundo requiere más esfuerzo y enfrentarnos a nuestras propias contradicciones? Por eso, en Perú las historias se repiten una y otra vez, en un eterno retorno a la tragedia.