“Estaba absolutamente y totalmente concentrado en la pantalla. Me escuchó cuando ya me encontraba a pocos centímetros y levantó la mirada. Vi terror puro. Le di vuelta a la pantalla. No vi nada, pero estoy seguro de que era porno, porno gay. Él tuvo tiempo de salir de la página, pero me di cuenta de que estaba seguro de que yo había visto. No le dije nada. Simplemente me alejé. Tiene 17 años. Deseo que sea feliz. No me importa que sea gay, pero tampoco quiero que sea un gay de clóset, escondido y reprimido. Voy a aprovechar que él no sabe que yo sé. Le voy a hablar. Mañana voy a encontrar el momento para decirle que no se preocupe, que puede confiar en mí, que la homosexualidad no tiene nada de malo”.
Una hermana mayor desprejuiciada. Un encuentro inesperado, una mirada turbada, una serie de conclusiones, predicciones y comentarios hechos bajo el velo de una complicidad impuesta. Una decisión de intervenir para supuestamente facilitar, para salvar al benjamín de una soledad culpable y llevarlo al campo de los liberados. ¿O una hermana metiche?
A veces no podemos tolerar la intimidad de nuestros seres queridos, la exploración de sus deseos y sus recorridos por mundos posibles e identidades potenciales, sus momentos de soledad sin compromisos, sus escaramuzas juguetonas y traviesas al mismo tiempo que indefinidas. Es difícil observar a alguien cercano construir su propia narrativa, especialmente cuando no somos parte de ella. Y en ese espacio de incertidumbre, optamos por intervenir, como si nuestra intervención fuera necesaria, aunque muchas veces esté guiada más por nuestras propias ansiedades que por un verdadero deseo de ayudar.
Nos vestimos de solemnidad, adoptamos una postura redentora y comenzamos a hacer discursos que, aunque bienintencionados, hablan más de nuestras inseguridades, prejuicios y cuentas pendientes que de la vida mental de los nuestros. En este intento de “ayuda”, rompemos la magia de la individualidad que solo puede formarse en la sombra de nuestra covacha interna.
Quizá, lo que realmente deberíamos hacer es aprender a observar con humildad y respeto, entender que nuestros seres queridos también tienen derecho a sus secretos, a sus exploraciones privadas, y a cometer errores en el camino. No es fácil resistir el impulso de controlar, de proteger o de guiar, pero es una lección necesaria si queremos permitirles crecer libremente. La individualidad no se construye bajo la mirada constante de otros, sino en esos espacios de soledad donde uno puede enfrentarse a sí mismo sin miedo al juicio o la intervención externa.
Ser una hermana mayor, o cualquier figura cercana, implica también aceptar que nuestra visión de lo que es correcto no siempre será la adecuada para el otro. En ocasiones, lo más amoroso que podemos hacer es dar un paso atrás, confiar en que encontrará su propio camino y estar ahí cuando realmente lo necesite. Es un equilibrio delicado, pero necesario para que la relación no solo sobreviva, sino que florezca.