(Foto: Midjourney / Perú21)
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Algunos amamos Lima, aunque tenga cielo encapotado. De noche no se pueden ver las estrellas, apenas la luna, de tanto en tanto. No llueve, pero llovizna. La humedad cala helada hasta los huesos en invierno, pero suaviza rostros el resto del año. En verano, en cambio, un sol enorme lo calcina todo, pero regala unos atardeceres maravillosos frente al mar. Otros la odian, quizá por lo mismo. Sobreviven huacas, catedrales, puentecitos escondidos y casonas con buganvilias y teatinas. Se han sumado centros financieros, edificios inteligentes y residencias que, por unas pocas cuadras, no desentonan con lo mejor del mundo. Pero también tenemos arenales y cerros que aglomeran viviendas, o lo que deban llamarse, levantadas con la desesperación de la necesidad, sin agua ni servicios, lejos de cualquier esperanza. A principios del siglo pasado, venían de otras partes a caminar por nuestras calles, que eran bonitas y por eso las llamábamos paseos. Éramos, aunque cueste creerlo, una Ciudad Jardín. Luego, a mediados de siglo, creció la industria, con la prosperidad que de tiempo en tiempo nos dan los precios de los minerales, aquella vez por la guerra en Corea. Lima fue rodeada de un cinturón de pobreza, refugio de migrantes que llegaban atraídos por el sueño del trabajo urbano. Manuel Odría, el presidente (1950), la intentó aliviar con programas de asistencia social. Pero el cinturón siguió creciendo, hasta convertirse en la Lima de ahora, una ciudad pobre que tiene en medio el recuerdo de la capital que fuimos. Disfrazamos la pobreza con lenguaje: a las barriadas las llamamos pueblos jóvenes y a las gentes subempleadas les inventamos la epopeya del emprendimiento. Otra vez asistencia social: ollas comunes, comedores populares y vasos de leche. Pero la pobreza siguió creciendo. Hasta que, a principios de este siglo, llegó otra bonanza, esta vez por el desarrollo en China. Imaginamos que el crecimiento reduciría la pobreza urbana y fue cierto por un tiempo. Por eso la olvidamos a su suerte y nos concentramos en la pobreza rural. Ollanta Humala, el presidente (2011), creó el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis), que consolidó estudios anteriores y diseñó una estrategia en serio. Pero nos cayeron la pandemia y la crisis política y la pobreza siguió creciendo.

Pero no toda. La pobreza rural es menor de la que había antes de la pandemia, prueba de que los programas del Midis funcionaron. Donde ha crecido la pobreza es en las zonas urbanas, especialmente en Lima que se ha disparado al 100%. Para decirlo sin cifras y a la bruta: los ingresos cayeron en las zonas urbanas cuando regresaba la inflación, menos dinero para comprar alimentos más caros, preludio de una catástrofe de hambre. La pobreza en Lima se ha triplicado desde 2016, prueba de que la pandemia y la política no la explican del todo. Nos ilusionamos con un PBI que crecía en promedio, pero solo por el empuje de sectores que generan poco empleo (minería), mientras caían aquellos otros de empleo masivo (industria, construcción y agricultura). La pobreza urbana se explica por cómo producimos. Antes de que el problema estalle serán necesarios programas sociales que no resuelven mucho, pero alivian urgencias. Pero lo que hay que generar es empleo. Desde el Estado se deben recuperar entornos productivos: destrabar tanta obra pública y poner en producción tanta irrigación parada, que nada genera tanto empleo como la construcción y la agricultura de exportación; y la industria, para que supere el modelo del taller sobrexplotado tipo Gamarra y pueda ser más competitivo. Al mismo tiempo se deben relanzar Salud y Educación, porque andamos muy mal en capacidades individuales y si no logramos ser productivos, las oportunidades de empleo las aprovecharán otros. El hambre no razona, ni espera y le importa poco si los poderes públicos se pelean entre sí, si violan la Constitución, si la Justicia se utiliza como venganza política. El hambre será seducida por la asistencia social, se humillará vendiendo votos por pan y será pasto de dictaduras. Nada hay más importante, pero andamos distraídos en otros asuntos. Ni el tráfico caótico, ni los peajes, ni el desorden urbano, ni la basura, el problema de Lima es su pobreza.

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