Dejar de lavarnos las manos
Dejar de lavarnos las manos

Esta semana hemos visto numerosas muestras de rechazo a la violación cometida por cinco hombres en Surco. Ahora bien, estimado lector, le propongo un ejercicio: consulte en su red social favorita cuántas de las publicaciones al respecto vienen de mujeres y cuántas vienen de hombres. Yo lo hice anoche a sugerencia de mi esposa, y pude constatar que, salvo honrosas excepciones, los hombres no parecemos sentirnos involucrados. El problema es que, por definición, lo estamos. Para que haya una violación un hombre tiene que participar (¡en este último caso de hecho fueron cinco!).

Como padre de una niña que nacerá en pocos días, el asunto cobra especial relevancia personal y me obliga a preguntarme cuál debe ser mi rol frente a la violencia contra la mujer. Aunque las tareas son muchas, el primer paso es dejar de lavarnos las manos. Y es que, en nuestro discurso y nuestra cotidianidad, tendemos a eliminar al hombre del problema. Así, por ejemplo, cuando se cubre una violación, a menudo el hecho se reporta como “Mujer es violada por un familiar”. Curiosamente, es bastante menos común leer un titular como “Joven es asaltado por delincuentes”. Es decir, cuando se trata de una violación, usamos la voz pasiva, pero para cualquier otro delito usamos la voz activa (“Delincuentes asaltan a joven”).

Esta diferencia aparentemente trivial es en realidad fundamental, puesto que, al usar la voz pasiva, ponemos el foco en la víctima y, sin darnos cuenta, alejamos al hombre del problema. Son este tipo de sutilezas las que a través del tiempo permiten la creación de una narrativa que termina justificando una agresión porque a la violada “le gustaba la vida social”.

Es momento de hacer una parada y cuestionar algunas de las cosas que asumimos como normales. Lejos de ser un problema de las mujeres, este es un problema fundamentalmente de nosotros, los hombres.

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