(GEC)
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El Tribunal Constitucional cumplió con su rol de zanjar la disputa entre el Ejecutivo y el Congreso por la disolución. Todo ocurrió dentro del marco de nuestra Constitución. Así lo señala la ponencia del magistrado Ramos que fuera aprobada en un pleno abierto inédito. La decisión se sostiene en la naturaleza de la cuestión de confianza (CdC) y la finalidad que persigue la figura de disolución constitucional.

Sobre la CdC, la ponencia remite a la sentencia del TC de 2018. En aquella oportunidad, se declaró inconstitucional el intento del Congreso disuelto por limitarla. Este quería que no procediera para “promover, interrumpir o impedir norma o procedimiento legislativo”. El TC dijo lo contrario. Quedó como un instrumento abierto para obtener un amplio rango de acuerdos políticos. Bajo ese parámetro, se juzga constitucional que la CdC del 30-S propusiera la suspensión de la elección de los miembros del TC. La ponencia considera que no fue un capricho. Se buscaba dotar de transparencia a una elección trascendental.

Sin precedentes sobre la disolución constitucional, se recurre a una lectura histórica. Está en nuestra Constitución para evitar que crisis políticas serias ocasionadas por un Parlamento irresponsable y abusivo deriven en golpe de Estado. La detonación es controlada: solo se cierra parcialmente el Congreso y se convoca al pueblo para que resuelva su futuro. La posibilidad la dan dos CdC rechazadas. Y no hay espacio para la criollada: “Una forma manifiesta de no aceptar lo solicitado” no solo se puede expresar con un voto, sino con los actos. Al continuar con el cuestionado procedimiento, los congresistas optaron.

La decisión histórica ha tenido la transparencia que el Parlamento le negó al procedimiento de elección de magistrados. Con ella se cierra el expediente. Pero queda abierta el ánfora. Para dejar atrás la crisis política y reconfigurar al Congreso, se debe votar. Llegó el turno de la ciudadanía.

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