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Redacción PERÚ21

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Jaime Bayly,Un hombre en la lunahttps://goo.gl/jeHNR

Joven, guapo, encantador, fluido en cuatro idiomas, culto, leído, con gran sentido del humor, inspiraba confianza inmediata entre los ricos de la familia y los ricos amigos de la familia. Sin incomodarse siquiera levemente, les preguntaba qué rendimiento ganaban sus ahorros. Algunos estaban satisfechos porque ganaban siete u ocho por ciento al año, otros se sentían descorazonados porque les había prometido unas ganancias que no les habían cumplido, no pocos desconfiaban de la Bolsa y los bancos de inversión después del colapso de Lehman Brothers y la colosal estafa de Bernie Madoff y entonces preferían guardar su dinero en el Crédito, el Continental o Interbank, ganando un rendimiento bajo, menor del que creían merecer, pero sin exponer sus ahorros a los sobresaltos inciertos de las inversiones volátiles, de alto riesgo.

Stanley los escuchaba, les sonreía, deslizaba delicadamente su astucia y poder de persuasión y les dejaba saber, sin apuro, sin atropellarse, como si la cosa no le interesara, que él y un amigo mexicano de J.P. habían diseñado un modelo de inversión que aseguraba ganancias anuales de doce por ciento, jugando en varias Bolsas de Asia y Latinoamérica a la vez. Ese fondo, explicaba, estaba protegido bajo el paraguas legal del banco, aunque operaba en Grand Cayman por razones tributarias. Era una jugada segura, decía: ponías tu plata en su cartera, te asegurabas un rendimiento de doce por ciento, no tenías que pagar impuestos y podías vivir tranquilo el resto de tu vida.

A los que tenían su plata en Bonos, en acciones de la Bolsa, en depósitos a plazo fijo, a los que habían invertido en carteras privilegiadas del Santander y se habían llevado el susto de su vida cuando estalló el fraude de Madoff, a los que confiaban su dinero en geniecillos de las finanzas como los hermanos Ruso y Rafa Alzamora, mi primo Stanley les decía: ¿cuánto te pagan? ¿Siete, ocho por ciento? ¿Si te pagan? ¿Viviendo al susto? ¿Cuatro por ciento: es broma? Pues en J.P. hemos creado esta división de clientes selectos, cuidadosamente escogidos, pues no cualquiera puede entrar, y, si pasan el filtro y aprueban nuestros criterios de excelencia ética (y Stanley se detenía un momento al pronunciar esa palabra: ética), les aseguramos, a cambio de comprometer su inversión por un año como mínimo, ganancias de doce por ciento.

Como Stanley tenía fama de brillante y había sido desde niño la estrella intelectual de la familia y se había graduado primero de su clase y la promoción en el Santa María y en la universidad del Pacífico y luego en la escuela de negocios Wharton, los parientes, que sabían de su inteligencia, lo escuchaban, le prestaban atención, y los amigos de la familia, una vez que corrió el rumor de que Stanley era la jugada ganadora, no tardaban en llamarlo y proponerle un encuentro casual en Nueva York o Lima.

Supe que Stanley estaba reuniendo dinero de la familia porque mi hermana me lo contó, luego mi madre me lo contó, luego mis tíos Clementina y Heinz vinieron a Miami a ver el tenis y me preguntaron dónde tenía mis ahorros y cuando les dije en el Citibank soltaron una carcajada y me dijeron tienes que llamar a Stanley, hombre, no seas tonto, estás perdiendo plata. ¿Cuánto te pagan? ¿Uno por ciento? ¿Es broma? Stanley paga doce y tienes la seguridad de que estás con J.P. Morgan, un banco ganador, no como el Citi, que estaba quebrado y si no fuera por el rescate que le dio Obama ya habrías perdido tu dinero.

Fue tal la presión familiar, que terminé llamando a Stanley. Me trató con cariño, me preguntó por mi salud, me dijo que había leído mi última novela y se había reído. Me dejó saber que pasaría por Miami camino a Key West y que podía venir a la casa para hablarme del fondo que él y su amigo mexicano habían creado. Así quedamos.

Mes y medio después, manejando un Audi A8 negro, vino a la casa solo, sin su esposa, porque ella estaba grabando un corto en Nueva York, y lo llevé al salón del ajedrez, nos hundimos en los sofás, le serví vino helado canadiense que aprendí a tomar en Vancouver y no perdimos tiempo, hablamos de dinero: me dijo que no recibía inversiones menores de un millón, que podía sugerirme como inversionista pero no tenía la última palabra porque la aprobación dependía del comité de ética del banco y que si yo tenía dudas, mejor me abstuviese, porque me tenía mucho cariño y le parecía riesgoso mezclar dinero y familia. Pero eso ya está mezclado, le dije: mi madre te ha dado dinero, mi hermana también, mis hermanos están en tu fondo, la familia entera está contigo, eres un campeón, la estrella de la familia, Stanley. No sé, Jimmy, piénsalo bien, no te apures, tú me llamas si tomas una decisión, dijo, y se fue apurado, dejando el vino helado canadiense, sin subir a saludar a nuestra hija, porque lo esperaban los Bunge, unos amigos argentinos, en su yate para salir a navegar.

Hablé con mi esposa, mi madre, mi hermana, y todas me dijeron: no seas tonto, entra, dale tu plata a Stanley, qué esperas. Se reían de mis temores, mis recelos, mi suspicacia de que el señorito era demasiado encantador, demasiado perfecto. Pero, por supuesto, cedí, firmé los papeles, transferí un millón (mis ahorros de toda la vida, treinta largos años de televisión) al fondo en Grand Cayman. Como condición, pedí que me diesen mis ganancias no al final del año sino trimestralmente. Stanley se opuso, dijo que sus jefes no se lo permitían, me explicó que así no operaban ellos, mostró tal desinterés que terminé aceptando sus condiciones.

Pero, cumplido el primer trimestre, le escribí un email y le pregunté por mi balance y no me respondió, simplemente me ignoró. Lo mismo pasó cuando cumplimos el segundo y tercer trimestre: pregunté cómo íbamos, cuánto íbamos ganando, pero no dijo nada. Y cuando por fin cumplimos un año, le escribí con impaciencia, desoyendo el consejo de mi madre, que me dijo espera a que Stanley te escriba, no lo molestes, no le muestres desesperación, vas a quedar como pobre, y le pregunté cuál era mi balance, cuánto habíamos ganado. Stanley no respondió. Una señora de nombre incierto, administradora del fondo en Grand Cayman, me escribió un email diciéndome que mi inversión se había reducido de un millón a medio millón y por lo tanto no había nada que repartir en ganancias, punto. Llamé a Stanley, le escribí, nunca contestó, había pasado a ser un fantasma. He perdido medio millón en un año y ni siquiera sé si me va a devolver el resto, rumiaba, desesperado, cuando salía a caminar con mi esposa.

Extrañamente, todos en la familia, salvo yo, seguían ganando con Stanley: tenía que ser una conspiración, una venganza tramada por mi primo para humillarme por todos los escándalos libertinos con los que ensucié el nombre de la familia.

En un momento de desesperación, llamé a Lima a los tíos Clementina y Heinz y les dije a gritos que su hijo Stanley me había estafado y, jugando la única carta que me quedaba, la del loco, los amenacé: Díganle a Stanley que tiene una semana para devolverme mi plata o iré a Lima y daré una rueda de prensa y lo enjuiciaré por ladrón y estafador.

Al borde de la locura, pensé viajar a Nueva York y emboscar a Stanley y cortarle un dedo, dos, tres, los que fueran necesarios para que me devolviera mi dinero. Por suerte nada de eso fue necesario.

Alertado por sus padres de que tenía una semana de plazo para darme mi dinero o lo llevaría a los tribunales en medio de un gran escándalo, Stanley me transfirió el millón intacto con una nota escueta que decía que, no estando moral ni legalmente obligado a devolverme nada según los contratos que firmamos (y por supuesto no leí, porque eran centenares de páginas en inglés, en letra chica), procedía a devolverme el dinero. Terminaba diciendo: "Te equivocaste groseramente conmigo". Sí, me equivoqué, Stanley: pensé que me harías ganar dinero y casi me hiciste morir de un infarto. Y cuando cuentes los dedos completos de tu mano, acuérdate de mí.