La bandera peruana es proyectada en Palacio de Gobierno. (Ejecutivo)
La bandera peruana es proyectada en Palacio de Gobierno. (Ejecutivo)

Las personas somos complicadas y nos impulsan distintos motores. El Perú necesita que su gente pensante de diversas posiciones prefiera lograr resultados que tener razón. Las élites no reconocemos que la floritura de la discusión sin pie a tierra favorece a quienes solo quieren el poder, que usan ideas que enganchan en miedos y angustias reales de las personas.

El virus populista no genera casos asintomáticos: sus portadores son portavoces. En una economía que cae dos dígitos y deja sin empleo formal a 700 mil personas o más, además del trauma de las pérdidas de familiares por un Estado que funciona mal, el riesgo de contagio de populismo es grande y grave.

La última epidemia populista implicó 7,000% de inflación en 1990 y 57.4% de la población peruana en pobreza. En 1989, antes del ajuste, ese Estado “benefactor” apenas podía recaudar 5.2% y gastaba 9.3 % de un PBI que equivale a apenas un 27.7% de lo producido en 2019.

El Estado peruano es caótico: cuatro niveles de gobierno independientes entre sí, una descentralización improvisada; leyes de contrataciones con más papeleo que transparencia; distintos regímenes laborales; burocracia y corrupción. Junto al batallón de héroes que luchan hoy contra el COVID-19, hay desalmados que compran mascarillas con hongos y funcionarios que se dedican a no firmar por el cuco de la Contraloría.

Ninguno de esos problemas reales se va a resolver con polémicas neoliberal vs. caviar. La agenda de reformas pendientes en salud, por ejemplo, hace 20 años o más incluye unir los diversos sistemas públicos para optimizar cobertura. Si no se hizo, fue porque pesó más mantener las cuotas de poder en la decisión sobre la infraestructura, personal y compras de cada sistema.

Esta crisis va a ser durísima y nos jugamos no dos, sino siete años de malas noticias. Las angustias del corto plazo opacan que hay mucho más en juego. Tenemos la obligación de ser prudentes y empáticos en lo que hacemos y decimos frente a tanto miedo y sufrimiento, no es un tema menor. Y al final de este trance, el Estado tiene que asegurar buenos servicios a toda la población, usando el instrumento que mejor sirva para ese fin, sin rollos ideológicos.

Hace 100 años, alguien dijo que en el Perú hasta los virus se atontan. Ojalá fuera verdad. Lo que sí parece cierto es que solo nos desatontamos cuando la desgracia nos explota en la cara. Gobierno, sector privado y academia, abrámonos a discutir con data, apertura, respeto y sentido de urgencia qué hacemos, en la crisis y después. El bicentenario necesita una esperanza sensata.