¿Cuántos fueron?, ¿cuántos fuimos? En época de marchas el número de personas movilizadas parece crucial, parte de la argumentación en el debate. Ni cálculos sofisticados sobre la base de satélites o drones, ni las fotos tomadas por reporteros, espectadores o participantes parecen satisfacer a nadie.

Si alguien hace una evaluación distinta de la marcha a la que hemos asistido o con cuya causa simpatizamos —no es nuevo, recordemos la polémica sobre el número de asistentes a la juramentación de Trump—, no apelamos a evidencias, sino a intenciones malévolas y una actitud injusta hacia lo nuestro.

En medio del procesamiento incesante de información social en tiempo real, la ausencia de pausas interfiere con los sistemas mentales que aquilatan con cautela, contrastan escenarios, posponen reacciones y analizan desde cierta distancia.

Estamos ante el público, atentos a aplausos deseados o temidos abucheos, en modo de emergencia, dominados por intuiciones, lo inmediato, la urgencia de sobrevivir. Si estoy convencido de que viene un león, estimar su peso o evaluar si está hambriento no es prioridad para decidir si salgo corriendo.

Que se trate de política o relaciones con compañeros de promoción, las redes sociales disocian sentimiento y razón. Todo se agota en la descalificación de las intenciones de quienes tenemos al frente o en línea. Todo se convierte en afirmación de estados emocionales, no posiciones articuladas; expresión de pertenencia e identidad, no ideología; y cuando alguien las enfoca desde un ángulo desfavorable, más que enfrentar mis ideas, ataca lo que siento y lo que soy.

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