Cualquier observador atento se habrá dado cuenta de que estas semanas han traído un cambio en los sentidos comunes sobre el rol que puede tener el Estado. De un martillazo, lo que antes era impensable se ha convertido en realidad: aplausos a las transferencias directas, a los subsidios para evitar que cadenas de pago se rompan, al fortalecimiento de la red de seguridad social, en fin, a un Estado utilizando su músculo para que la sociedad no colapse.

Es innegable que gracias a los fondos acumulados podemos ahora financiar este salvataje y que una inyección así de fuerte solo puede ser temporal. Pero la vulnerabilidad que se respira en el aire ha evidenciado que la receta que prevaleció ya no vas más: el debilitamiento estatal, la desregulación frenética, la apología al individualismo y el copamiento de políticas públicas por intereses rentistas no han funcionado. Esta crisis ha revelado una profundidad en las inequidades que simplemente no puede seguir, así que en cuestión de días lo que antes era tildado de rojillo ya no lo es tanto.

El mismo Financial Times pidió en su editorial del viernes reformas que reviertan las políticas de las últimas cuatro décadas. Escribió a favor de que el Estado tenga un papel más activo en la economía, apueste por las políticas redistributivas y entienda los servicios públicos como una inversión y no como un pasivo. Casi casi reclamando un nuevo contrato social.

Paradójicamente fue Milton Friedman quien dijo que “sólo una crisis da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente”. Así que, si Friedman estuvo en lo cierto y mantenemos vivo este nuevo consenso, estamos camino a convertir lo que era políticamente imposible en políticamente inevitable.

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