La Buena Muerte une la Semana Santa y la gastronomía peruana. Veamos. El Cristo de la Buena Muerte fue una talla atribuida a Pedro de Mena (1660). Presidió la iglesia de Santo Domingo (Málaga) hasta que fue quemada durante los odios que llevaron a la guerra civil (1931). Se salvaron, chamuscados, una pierna y el pie de la otra. A partir de estos y de fotografías, Francisco de Palma talló la imagen actual (1941), tan grandiosa como la primera, un Cristo crucificado. Es protector de la Legión, una de las fuerzas élite de España. El Jueves Santo los legionarios la sacan en procesión, en desfile militar, echada y alzada con una sola mano, mientras cantan “El novio de la muerte”, himno adaptado de un cuplé que solía cantar Lola Montes (1921). ¿Cómo llamar La Buena Muerte a lo que fue una tortura salvaje? Porque buena muerte es lo que se llama, por ejemplo, a morir dormido, libre de angustias y sufrimientos. Pero también se le llama a la muerte advertida, aquella en la que el muriente sabe que muere y, aun así, supera miedos y conserva serenidad y dignidad. Por esto, dicen los creyentes que Cristo tuvo una buena muerte, porque no desesperó durante su martirio, salvo ese reproche, en agonía: “¿Padre, por qué me has abandonado?”.
En Barrios Altos, durante el siglo XVII, a espaldas de lo que hoy es el Congreso de la República, una orden de beneficencia construyó hospitales y una capilla. Un terremoto la destruyó y, sobre sus escombros, se levantó la iglesia actual (1758). La orden se llamaba de La Buena Muerte y dedicaron la iglesia a Santa María de la Buena Muerte, la madre también doliente al pie de la cruz. Sutileza porque la iglesia nunca tuvo una réplica del Cristo crucificado, sino un cuadro de la Virgen acompañándolo, atribuido a Cristóbal de Lozano (1766, o por ahí). El atrio de la iglesia es una plaza que, obviamente, se llama la Plaza de la Buena Muerte. Ojichan (abuelo) Minoru tenía una tienda en esa plaza, con el tiempo vendió almuerzos y, luego, abrió un restaurante (1958). Se especializó en pescados y mariscos, pero Minoru les daba un toque especial. Llamó a su restaurante La Nueva Ola, jugando con el nombre del movimiento musical de entonces (rock y twist). Tuvo éxito rotundo. Sin embargo, para poder ubicarse, la gente empezó a llamarlo el restaurante de la Buena Muerte”. Así quedó y así se sigue llamado ahora que atiende en La Victoria. Minoru fue el pionero de la cocina nikkéi.
Si lo piensa bien, no llamaría La Buena Muerte a ningún restaurante. Pero ese es el poder de las palabras; dicen lo que la gente quiere que digan. Ocurre igual con las costumbres. ¿Qué nos quiere decir la Semana Santa? Los mayores de ahora heredamos una en blanco y negro, pausada y en silencio, sin programas de televisión ni radio, con ayuno de carne, con peregrinaje a iglesias, con procesiones de altares cargados por nazarenos que se bamboleaban para repartir el peso, y las mujeres de luto y mantilla de encaje, dolientes como María. Queda muy poco de esa Semana Santa. El recogimiento todavía se refugia en algunos lugares, pero cada vez con menos creyentes y más turistas. Para la inmensa mayoría, la Semana Santa son las vacaciones cortas de otoño, un espacio para divertirse y viajar, porque Dios ya no está de moda. La Iglesia deberá leer ese mensaje y a ver cómo lo procesa y se reinventa. Pero nosotros, como sociedad, debemos tomar nota de que aún conservamos dos de las procesiones católicas más multitudinarias del mundo. Una es la de Jesús Resucitado en Ayacucho (puesto 7) y la otra es la del Señor de los Milagros en Lima (puesto 1). Como sociedad poco importa si esa fe ha llegado a nuestros días como parte de la tradición o si aún es el reducto de una creencia religiosa. Lo cierto es que millones de peruanos están estructurados históricamente para creer y creen con esperanza. Ese es un activo político muy valioso. El Perú se arreglará con planes de gobierno y pactos políticos, pero las elecciones la ganarán aquellos que sepan tocar esa fe en la gente, para ilusionarlos de que sus esperanzas se pueden realizar aquí y ahora. Y, si de Dios se trata, no puedo cantar ni quiero a este Jesús del madero, sino al que anduvo en la mar (Machado, Serrat).