La conocí en setiembre de 2002, en el restaurante Valentino, adonde llegué con Felipe Ortiz de Zevallos, que aprovechó el almuerzo para consultarle, delante de mí, sobre la loca idea de contratarme como editor de SEMANAeconómica (sin tener yo experiencia periodística). Su consejo fue afirmativo y determinante para que FOZ tome el riesgo. Nunca me alcanzarán los días para agradecerles. Desde ese día, Dalila Platero nunca más dejó de ser parte de mi vida, hasta que falleció hace una semana. Tampoco alcanzan estas líneas para describir su genialidad ni extravagancia, los atributos que más nos seducen a los aburridos juiciosos. Me ‘mentoreó’ implacablemente como lo hizo antes y después con renombrados líderes empresariales.

Fue una adelantada; una de las primeras y más sofisticadas consultoras en temas de talento en el Perú, país en que –quizás más que en otros– esa sofisticación intelectual y cultural se necesita a gritos en el ámbito empresarial. Desde chico oí en casa la expresión “filisteos de la cultura” referida a quienes solo se interesan por el dinero. Es que en las culturas anglosajona –mi madre estudió literatura inglesa– y germánica se llama ‘filisteos’ a quienes enarbolan prejuicios antiintelectuales. Ödon von Horvath, uno de mis autores favoritos, llamaba filisteos –plebeyos ricos– en su novela Jugend ohne Gott a quienes apoyaban a Hitler por puro pragmatismo.

Dalila, cultísima hasta el esnobismo (como ella reconocía), aconsejaba con sabia intuición y recursos eruditos a los empresarios peruanos. No puedo evitar, al despedirla acongojado, sonreír mientras asocio libremente su sonoro nombre con el mito de Sansón y los filisteos. Ella quiso, y en algo contribuyó, a que dejaran de serlo.

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