(Getty Images)
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Todos hemos escuchado eso de que la curiosidad mató al gato. Y, sí, hay veces en que un exceso de interés por lo desconocido puede terminar muy mal. Pero, al mismo tiempo, sin ese deseo de explorar y meternos en terrenos ignotos, hubiéramos avanzado muy poco. El saber siempre viene envuelto en ambivalencia: Eclesiastés advirtió que, a más saber, más dolor y el cuento de la manzana en el Génesis combina el conocimiento con la desobediencia.

La neurociencia confirma lo anterior. Hurgar por el universo es, para nuestro cerebro, como estar frente al telón que se va a levantar dando inicio a una obra que queremos ver hace tiempo; y cuando encontramos algo interesante y desentrañamos un misterio, se activan las mismas estructuras nerviosas que cuando saciamos la sed o el hambre. Pero, al mismo tiempo, cuando estamos frente a lo ambiguo, lo incierto y lo complejo, se prenden núcleos más bien ligados al malestar.

Por eso, siempre hay un conflicto entre quedarnos con las ganas de saber pero no correr riesgos, y embarcarnos en la exploración que gasta energías y puede deparar resultados desagradables, a veces dolorosos.

Pero hay un dato que tiene relevancia educativa. La mezcla de curiosidad y error, vale decir, cuando metemos las narices en lo desconocido y nos demoramos en entenderlo, en responder a nuestras interrogantes, cuando nuestra curiosidad produce preguntas que no es fácil responder, es cuando más memorias se consolidan, cuando más aprendizajes se fortalecen y cuando más probabilidades tiene una persona de establecer una relación virtuosa con el saber y el hacer.

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