(Foto: Hugo Curotto/GEC)
(Foto: Hugo Curotto/GEC)

Desde el inicio de la pandemia del COVID-19, hemos visto también evidenciado uno de los problemas más transversales de la actualidad: la crisis del multilateralismo.

Estamos viviendo una era marcada por la falta de liderazgos claros y constructivos a nivel mundial. La bipolaridad de la Guerra Fría y la posterior aparente unipolaridad luego de la caída del muro han dado paso en este siglo XXI a un mundo casi apolar, cada vez más desordenado. No solo los intereses entre unos y otros actores están cada vez menos alineados, sino que, además, ha surgido una gran variedad de movimientos y gobiernos de posturas ultranacionalistas. Esto no solo vuelve a todas las regiones más proclives a conflictos y desencuentros, sino que también dificulta cualquier esfuerzo de cooperación internacional en los temas importantes.

Los cuatro años de Donald Trump en los Estados Unidos significaron un gran retroceso, por la retórica y las acciones de desprecio a los espacios de integración y a los compromisos internacionales. Retiró a EE.UU. del Acuerdo de París contra el Cambio Climático e incluso intentó retirarlo de la Organización Mundial de la Salud en medio de la pandemia. Pero no ha sido la excepción. El Brexit significó un duro golpe al que parecía ser el paradigma de integración. Y aquí, en América Latina, los incipientes esfuerzos de unión ejecutados en las últimas décadas estuvieron supeditados a las ideologías y personalidades de los gobernantes de turno, condenándolos así al fracaso.

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Es así que esta emergencia global ha encontrado un sistema internacional muy poco articulado y un panorama en el que los populismos de carácter nacionalista han cobrado mucha fuerza. Esto ha ocasionado que las estrategias de lucha contra el virus hayan sido en gran medida localistas.

Para muchos, puede sonar como algo lógico. Ante una emergencia, ocuparnos de nosotros primero. Sin embargo, los resultados muestran que la falta de espacios de interacción entre Estados ha traído grandes problemas. No solo dificultó la comunicación sobre un virus aún en estudio. También impidió que se establezcan medidas coordinadas entre unos y otros países. Y, además, imposibilitó que se pudieran realizar negociaciones conjuntas o conversadas para la adquisición de pruebas o vacunas.

Hoy vemos en los mapas sobre adquisición de vacunas una gran desigualdad entre los países del hemisferio norte y los de regiones como la nuestra. Hemos tenido gran desventaja en las negociaciones con las farmacéuticas, al estar compitiendo entre nosotros por una oferta muy limitada. Y esta desigualdad en los procesos de vacunación no daña a pocos países, sino a todos. Esto ya que hasta que no se vacune a la mayor cantidad de gente en todo el mundo, no se podrá detener al virus ni evitar que aparezcan nuevas variantes más peligrosas.

Los problemas conjuntos requieren respuestas conjuntas. La pandemia del COVID-19 no será el último gran reto que enfrentemos de manera global. En estos momentos ya estamos empezando a vivir las consecuencias de uno más peligroso que amenaza a la humanidad: el cambio climático.

Es fundamental que reforcemos los mecanismos que permitan acciones multilaterales y efectivas ante este tipo de crisis. Y más importante, iniciar un esfuerzo de integración latinoamericana a largo plazo, que devuelva la fe en el multilateralismo. Es la única forma en la que podremos afrontar los grandes retos del siglo XXI.