Cuaderno de bitácora.
Cuaderno de bitácora.

El vuelo de American a Bogotá debía partir a las nueve y media de la noche. Era un sábado contrariado para mí. Había pasado el día arrastrando un dolor de cabeza mortal. Me había saturado de pastillas para aliviar el dolor, sin que lo mitigasen gran cosa.

Al día siguiente debía presentarme en la feria del libro. No me había invitado la feria. Me había invitado yo mismo, a despecho de la feria, que, dada mi persistencia en invitarme, se resignó a recibirme.

Entramos al avión hacia las nueve de la noche. Pasó una hora y nada se movió. Hacia las diez, el capitán anunció en inglés:

-Estamos terminando de llenar unos papeles. Apenas terminemos, procederemos a despegar.
Luego un tripulante colombiano dijo, en el tono más amable:
-Les pedimos disculpas. Están escribiendo el cuaderno de bitácora. Cuando terminen, estaremos en condiciones de emprender el vuelo.

Sonó extraño, o me sonó extraño a mí, que he viajado tanto. Media hora después, el capitán dijo que seguían haciendo los papeleos. A las once de la noche, la gente comenzó a impacientarse. Era comprensible: hacía calor, no habían repartido comidas ni bebidas, llevábamos dos horas apiñados en aquella aeronave pequeña y no había señales de que fuésemos a despegar.
Un señor muy delgado vino desde atrás y dijo, levantando la voz:

-¡Estoy angustiado! ¡Me falta el aire! ¡Voy a desmayarme!
Una señora sin zapatos, en calcetines, se acercó a la cabina y gritó:
-¡Soy periodista! ¡Voy a denunciar este abuso! ¡Nos están mintiendo! ¡Nadie les cree eso del cuaderno de bitácora! ¡Cómo van a demorarse dos horas en escribirlo! ¿Están escribiendo una novela o qué carajos?
Tenía razón. La excusa del cuaderno de bitácora no podía ser cierta. Si había un problema mayor, una avería, el capitán debía decirnos la verdad.
Luego se puso de pie un señorito sentado en la primera fila. Cabeza rapada, chaqueta de moda ajustada, pañuelito rojo de seda, zapatos relucientes, parecía el muñeco de una torta de novios que había cobrado vida y escapado del pastel. Con aires de dueño del avión, con ínfulas de principito ricachón y consentido, y a pesar de su mezquina estatura napoleónica, se dirigió al capitán, en inglés:

-¡Usted nos ha mentido! -rugió el improbable Napoleón de bolsillo-. ¿Usted nos cree estúpidos? ¿Me va a decir que llevan dos horas haciendo papeleos?
Como yo estaba en la primera fila, pude ver que el capitán se ponía de pie, sorprendido, y se acercaba a su fragoroso acusador.
-Por favor, baje la voz -le dijo, respetuosamente-. No permito que me hable en ese tono. Soy el capitán.
-¡Yo le hablo en el tono que me da la gana! -rugió el pasajero calvo y furioso-. ¡Usted nos ha mentido, nos sigue mintiendo!
-¡No me grite! -se enfadó el capitán-. ¡Baje la voz!
-¡Cállese! -le increpó el pasajero-. ¡Usted es mi empleado! ¡Yo he pagado un boleto en primera clase! ¡Usted cobra su sueldo del dinero que pagamos los pasajeros!
-¡Si me sigue gritando, llamaré a la Policía y lo bajaremos del avión! -lo amenazó el capitán.
-¡No tiene que llamar a la Policía! -gritó el Napoleón atildado, dando un paso atrás-. ¡Yo me bajo inmediatamente de este vuelo de mierda!
Luego retiró su maletín y, antes de irse, el rostro adusto, la mirada flamígera, me gritó:

-¡Y tú, en vez de estar hablando todo el tiempo de Maduro en tu programa, deberías denunciar a esta compañía de mierda, que abusa de los pasajeros!
Sorprendido de que, fuera de sus cabales, el Napoleón colombiano me gritase a mí también, preferí replegarme en un prudente silencio.

A medianoche, el capitán anunció que la aeronave tenía una avería y debíamos descender de ella y esperar a que llegase otro avión que nos llevaría a Bogotá. Quedó en evidencia que nos había mentido.
Una amable señorita uniformada se acercó y me dijo que el nuevo avión llegaría en un par de horas.

-Con suerte, despegarán a las tres de la mañana -me dijo.
Todo se veía mal. Si, en efecto, el nuevo avión partía a las tres de la mañana, llegaríamos a Bogotá pasadas las seis de la mañana, y yo llegaría al hotel hacia las siete, hecho polvo. Y el acto en la feria era a media tarde.

¿Conseguiría dormir unas pocas, insuficientes horas en el hotel? ¿Llegaría desvelado a la charla? ¿Encontraría reservas de energía, locuacidad y paciencia para atender a todos mis lectores? ¿Debía viajar o, dadas las circunstancias, era mejor abortar la travesía? Llamé a mi esposa y, cuando le conté las desgracias, no vaciló en decirme:

-Regresa. Regresa a la casa ahora mismo. No viajes. Es una señal del destino. Ven a dormir en tu cama. No mereces sufrir tanto.
También me dijo que mis enemigos políticos en Caracas podían haber mandado sicarios para hacerme daño en Bogotá.
-Por favor no viajes -me pidió-. Ya me da miedo. Regresa.
En ese momento, decidí que volvería a casa. Pero antes llamé a un amigo de la editorial en Bogotá. Le conté que el vuelo estaba cancelado y me encontraba extenuado y con pocas ganas de viajar.
-No te preocupes -me dijo-. Anunciaremos que se canceló el vuelo. Tu público entenderá.

Acordamos que no viajaría aquella noche malhadada y reprogramaríamos la visita. Tan pronto como corté, me sentí un hombre libre y me dispuse a volver a casa.

Sin embargo, no lo hice. Algo me paralizó, me refrenó. La voz de mi madre, que habita en mí, me dijo: has anunciado este viaje durante semanas en el programa, no puedes ser tan blando, tan débil, tan pusilánime, que, al primer contratiempo, te hartas y lo cancelas todo. Sé fuerte. Aguanta. Resiste. No te rindas. No tires la toalla. Tu público no merece que le hagas ese desaire.
Decidí entonces esperar una hora.

Media hora después, mi mujer me llamó y preguntó dónde estaba. Le dije que me había propuesto esperar una hora más.
Pasó una hora y no había noticias del avión. Me rendí. Estaba alejándome de la puerta de embarque cuando la amable señorita uniformada vino corriendo y anunció, risueña:

-Señor Baylys, ¡ya llegó el avión!
Llamé a mi esposa y le dije que viajaría, pues no podía defraudar a mi público.
-Estás loco -me dijo ella-. Te van a matar. Era una señal del destino para que no fueras.

Una hora después, estaba sentado en el nuevo avión.
Para mi consternación, el Napoleón respingado de cabeza calva apareció, como si nada hubiera pasado, y se sentó en la otra ventana de la primera fila.
Al llegar al aeropuerto de Bogotá, me sorprendió que un puñado de policías migratorios me reconocieran y se hicieran fotos conmigo.

El gobierno me había ofrecido protección, pero no quise recibirla. Un chofer del hotel fue a buscarme. Llegamos al hotel a las siete de la mañana. Era un Four Seasons espléndido, en el edificio del antiguo Charleston. Dormí de ocho de la mañana a tres de la tarde. Desperté risueño y rozagante, como un bebé. El destino me había premiado, por no cancelar el viaje. Me di una larga ducha, me vestí con traje y corbata y el chofer me llevó a la feria.
Me habían reservado el salón más grande. Había más de mil personas. Me recibieron con un aplauso atronador. Hablé durante una hora. Luego firmé ejemplares y me hice fotos con los lectores. Aquella larga procesión de lectores duró tres horas. Atendí a quinientas personas, una a una, con una sonrisa paciente.

Enseguida me llevaron a toda prisa al aeropuerto, me di una ducha en el salón VIP, me puse ropa cómoda y el avión despegó a tiempo.
Llegué a casa exhausto, cuando amanecía. Me sentía orgulloso. Había triunfado. El azar me había emboscado con una seguidilla de contratiempos insidiosos y, sin embargo, no me había derrotado.

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