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Por: Jorge Nieto Montesinos

El siglo XX empezó tarde, con las revoluciones sociales de 1910 en México y de 1917 en la Rusia de los zares. Y acabó temprano, con el derrumbe de la cortina de hierro que bautizó Churchill en 1945. Siglo corto, le llamaron. El siglo XXI ya empezó. No sabemos cuánto ha de durar. Lo que sí sabemos es que viene cargado: crisis climática y ambiental, disputa y tránsito del poder global, despliegue de la economía del conocimiento y cuarta revolución industrial, y, recientemente, estallidos sociales y demandas civilizatorias. Una especificidad histórica que debemos entender. No hay explicaciones fáciles.

En la discusión sobre los estallidos sociales se pierde casi de inmediato su carácter global. Han ocurrido en Hong Kong y Beirut, en París y Copenhague, en Santiago y Barcelona, y en varias ciudades más. En su forma son parecidos: repentinas tormentas de protesta más o menos violenta en cielos de apariencia serena. Cohesiones circunstanciales sin más organicidad que la digital. Las mismas redes que después del atentado de Atocha en Madrid convocaron en marzo del 2004 a millones de personas a manifestarse y cambiar el rumbo de una elección. Por eso no tienen rostro: su conducción es anónima. Un agravio compartido que se transforma a través del ciberespacio en movimiento social.

El miedo a los estallidos sociales ha provocado como reflejo nostalgias de guerra fría. Para explicar lo que no se entiende se acude a categorías del siglo XX. Todo sería resultado de conspiraciones y agitación de un anémico fantasma que recorre el mundo soliviantando juventudes. Solo enunciarlo hace que se escape una sonrisa. Pero es verdad. Y es dicho con la mayor seriedad. Aun un funcionario tan relevante como el secretario de Estado Mike Pompeo ha caído en ello. Y vaya si eso es importante. Quedarse en la forma de los estallidos sociales hace que no nos hagamos la pregunta relevante. ¿Cuál es el contenido de las protestas, su sustancia?

Tal vez un dato ayude: en 2019, el 83% de la gente no se siente representada por su sistema político. En 2008 era “apenas” el 58%. No es una lucha de la izquierda contra la derecha. O de unas potencias contra otras. O de movimientos iliberales o antiliberales. ¡O de coaliciones de partidos actuando con una precisión milimétrica… en todo el mundo! Son sociedades más informadas y más comunicadas descontentas con sus sistemas de representación enteros. A través de todas sus demandas de apariencia disímil –protestas contra la comida chatarra, las desigualdades, el maltrato y el abuso, el calentamiento global, la violencia hacia las mujeres o las discriminaciones de todo origen– expresan un malestar mayor con nuestras democracias y señalan una crisis civilizatoria y de valores. No quieren un mundo donde solo la ganancia importe. Quieren comunidad, solidaridad, responsabilidad social, pero también futuro con las libertades y la autonomía individual conquistadas y piso parejo para competir. En el fondo, aunque no lo fraseen así, dimanan una reforma mayor del capitalismo. ¿Hablamos en serio y ponemos manos a la obra o seguimos perdidos en las nostalgias?

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