(Foto: AFP)
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Ya se acostumbra denominar también como “una guerra” al enfrentamiento de diferentes amenazas y conflictos graves –no militares– que se presentan en una sociedad. En nuestro país es corriente escuchar la guerra contra la corrupción, y ahora contra el COVID-19. Hay guerras de “decisión rápida” o “prolongadas”. Las primeras son ganadas por las fuerzas especializadas. Las segundas, además, implican movilizar a toda la sociedad. Estamos en una guerra prolongada (GP) contra un escurridizo y oculto enemigo. El manual de combate tradicional no sirve. Los trabajadores de Salud no bastan. Se ha tenido que conformar un Estado Mayor Operativo por la desorganización de las fuerzas leales, particularmente de los civiles acuartelados que se sienten asfixiados y temerosos.

Cuando la sociedad movilizada es convocada para la guerra, la experiencia ganada va a repercutir en su posterior comportamiento. Sus obligaciones colectivas, económicas, familiares y solidarias tienen un sello difícil de olvidar. Basta escuchar a los licenciados reenganchados.

El enemigo, hasta ahora, parece confiado por el resultado de su ofensiva inicial. Aprovecha de la repetición de los errores por el amontonamiento y desorden de los acuartelados cuando se les permite una corta salida. Las recomendaciones diarias del jefe supremo son repetidas hasta el cansancio.

También resalta el número de mujeres en el Estado Mayor General, sobresaliendo los nuevos nombramientos. Como se sabe, al comienzo la guerra prolongada opta por una estrategia de “defensa activa”, para conocer, ubicar y medir el tamaño del enemigo. Es la etapa más importante, sirve para preparar la contraofensiva, la que iniciada no debería parar hasta el triunfo total. Es decir, con la utilización de la vacuna.