(Facebook)
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Si uno navega por las redes sociales, ausculta los titulares de los medios escritos o se expone a noticieros radiales y televisivos, la imagen que se instala en nuestras mentes es la de una multitud de trincheras entre las que se intercambian proyectiles cargados de ira, desprecio, miedo y envidia, en distintas proporciones.

Camino al bicentenario, cuando cumplimos 198 años, damos la impresión de ser una colectividad nacional molesta. Sí, es cierto que vivimos una era en la que la ambición, la asertividad, la competitividad y la toma de riesgos son rasgos apreciados y alentados. La voz es luchar, no renunciar; lograr, no ceder.

Pero, más allá de los derechos que debemos proteger, las carencias que nos aquejan como país, los legítimos intereses de los grupos a los que pertenecemos, estamos olvidando una cualidad: la cortesía. ¿Recuerdan eso de que lo cortés no quita lo valiente? Parece que no. Y, sin embargo…

No en vano Thomas Jefferson la consideraba crucial. Porque eso de mangonear a todo el mundo, arrasar sin contemplación al resto, descalificar y ejercer poder malcriado no es propio de una república de ciudadanos, sino de sociedades en las que unos son más que otros, lo que viene con gritos, insultos y la expectativa de que los que son menos obedezcan sin chistar y aguanten nomás.

La cara amable y el gesto considerado, además de ser gratuitos, como primera opción cuando nos relacionamos con otras personas, son recursos que no solo suben nuestros bonos, sino que pueden decidir batallas a nuestro favor. Obviamente, deben estar igualmente alejados de la hipocresía que de la aceptación pasiva del maltrato a nuestra amabilidad como permanente primera actitud.

Hoy más que nunca, cuando todo queda registrado —la palabra, el gesto, el movimiento, el tono—, el ejercicio de la cortesía complementa y potencia el manejo del poder. Van juntos, y juntos determinan el éxito o fracaso de nuestros emprendimientos, profesionales o políticos, personales o grupales.

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