Ahora el Estado protegerá a quienes denuncien actos de corrupción. (USI/Referencial)
Ahora el Estado protegerá a quienes denuncien actos de corrupción. (USI/Referencial)

Todos estamos contra la corrupción. De la boca para afuera, al menos. ¿Quién podría defenderla sin incurrir en suicidio reputacional? Pero últimamente se discute más hasta qué punto, por ejemplo, los empresarios, que siempre se han considerado víctimas de la corrupción no son cómplices cuando la toleran (sea porque se dejan chantajear o porque miran a otro lado). El tema dio algo que hablar en la última CADE.

Es común decir que un país corrupto es menos competitivo. La corrupción genera impredictibilidad de las reglas de juego y, por tanto, de los costos de operación de las empresas; de ahí que obviamente espante (en mayor o menor medida) las inversiones y sus consecuencias: empleo, innovación, infraestructura, crecimiento, mejor calidad de vida, desarrollo.

Pero la corrupción ataca la competitividad –tanto agregada como individual– en un sentido mucho más profundo; psicológico (para no decir espiritual). Sucede que quien solo puede ganar haciendo trampa –transgrediendo reglas con mecanismos prohibidos como las coimas– miente a su entorno, pero también a sí mismo.

En efecto, el corrupto no puede tener autoestima ni sentido de propósito auténticos. Sus logros se basan en falsas ventajas. Su éxito no es sostenible, ni escalable porque depende adictivamente (y acaso principalmente) de la continuidad de un entorno corrupto. Si se quiere expandir a un mercado no corrupto, no podrá. Si la corrupción es descubierta y neutralizada, su ineficiencia se evidenciará.

En una economía pequeña y abierta como la peruana, ser corrupto es, a la larga, condenarse al enanismo, no aspirar a las grandes ligas. Es no tener las agallas para competir y ganar sin trampas; es decir, para ser verdaderamente el mejor.

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