(Foto: Reuters)
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La plana política mayor del Reino Unido ha caído enferma. Al ministro de Salud y algunos altos funcionarios del gobierno se suma el primer ministro, quien, incluso, está hospitalizado. Es el corolario triste de la política pública irresponsable y cuasi criminal con la que el gobierno de Boris Johnson encaró la pandemia. A contramano de las medidas de sus pares europeos, se minimizó el riesgo y cayó en inacción. La quimera de la “inmunización del rebaño” hizo perder tiempo valioso. La presión médica, académica y periodística logró que volviera la sensatez. Pero ha sido tarde. Hay más de 6,000 muertos y se espera que la cifra siga aumentando. No siempre las islas dieron tan mal ejemplo.

Cuando la guerra concluyó en 1945, las elecciones arrojaron un resultado impensado. El héroe Winston Churchill fue barrido por Clement Attlee. Este ofreció enfrentar la desigualdad clamorosa de la preguerra. Nació así el Estado de bienestar británico. Un sistema orientado a generar una red de seguridad, de la cuna a la tumba, que brindara prestaciones básicas en tiempos de necesidad. Se puso la dignidad de las personas por sobre el desempeño en el mercado. Su joya: el sistema público de salud, alguna vez considerado entre los mejores.

Hace ya mucho de ello. De Thatcher a la fecha, el Estado de bienestar solo ha conocido recortes presupuestarios y privatizaciones. El experto Philip Alston concluyó que las políticas del gobierno británico sometían a los más vulnerables a una pobreza evitable (ONU, 2019). Por ello, resulta verosímil el diálogo cruel, revelado por la prensa y negado por el gobierno, de un asesor de Johnson: “Proteger la economía y si mueren algunos pensionistas, qué pena” (The Sunday Times). Eventualmente, todos moriremos. Pero importa cómo. La opción por los grupos económicos en vez de la salud pública es deshumanizadora. La pandemia debiese generar una reflexión mayor sobre cómo ha involucionado el Estado neoliberal. La cura tiene que ser más amplia.

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