La convivencia social es mejor cuando personas y grupos no reciben beneficios indebidos, pero sí castigos merecidos. La homogeneidad de experiencias —la mayoría comparte rituales y, en teoría, coincide en colegios, universidades, clubes y un servicio nacional parecidos—, y el que los que vigilan, castigan, administran el bien común y legislan por encargo nuestro son imparciales y predecibles, ayuda mucho.
Así importa cultivar una reputación en la búsqueda de nuestros objetivos. Sabemos que el suelo está igualmente parejo para todos y aunque no lograremos todos nuestros proyectos, no será así siempre, tampoco lo contrario.
Hasta en un panal de abejas hay tramposos. En el organismo, las neoplasias son tramposas. En ambos casos hay policías que los destruyen, pero pueden ser seducidos. No tanto como los humanos: 16% los sobornan anualmente.
En el Perú somos tan desiguales —en este caso no me refiero a dinero—, nos encontramos tan pocas veces en lugares comunes, tenemos tan pocos referentes compartidos, que somos connacionales, pero no conciudadanos.
En ese contexto, la corrupción se convierte en un sistema que se reproduce de manera estable y es aceptado resignadamente porque le da un poquito a personas que no tienen nada que ver unas con las otras. Un cáncer que afecta a todos y mata a muy pocos. Ese es un frente del que no se habla, pero que es enormemente importante. Tanto como la ansiada reforma de la justicia.