Ayer 30 de octubre, a exactamente un mes de la disolución del Congreso, se terminó la inmunidad de los legisladores disueltos. Desde hoy 31, en medio de la jarana, los exparlamentarios con procesos abiertos por delitos comunes o por delitos cometidos antes de ganar una curul tendrán que someterse a la justicia como cualquier mortal. Paradojas del criollismo, son 31 excongresistas con investigaciones los que están en esta situación. Algunos tienen las horas contadas antes de que la puerta de la carceleta se cierre tras ellos. Solo se salvan los que tuvieron la astucia de quedarse en la Permanente y los que han sido denunciados por algún delito de función.

Esta fecha, símbolo de este periodo de tristeza legislativa, debería servir para replantear la inmunidad parlamentaria, que ha sido desnaturalizada con su uso abusivo para evitar la justicia en asuntos que no tienen ninguna relación con la actividad legislativa. Los delitos comunes y los que cometieron los congresistas antes de juramentar no tendrían por qué estar protegidos por la inmunidad.

La inmunidad se ha convertido en moneda de cambio. Es un toma y daca. Un producto de negociación que se ha vuelto la mejor forma de poner contra las cuerdas a los legisladores disidentes y a los que tienen el rabo entre las piernas: estos comprometen sus votos a cambio de blindaje e impunidad. Así fue como inicialmente el fujimorismo intentó mantener la cohesión de su bancada, a punta de amenazas, hasta que ni la promesa de blindaje impidió la implosión.

La inmunidad tiene una razón de ser: que los legisladores puedan hacer su trabajo sin temor a ser víctimas de represalias políticas. Pero este mecanismo se ha convertido en un incentivo perverso y en sinónimo de impunidad. Que se reforme o elimine. Ya estuvo bueno.

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