(GEC)
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A propósito de la serie Street Food: Latinoamérica, producida por Netflix, que despertó ayer alboroto patriótico en redes sociales por una votación en la que el cebiche fue finalista como mejor plato callejero de la región, se abre un espacio para repensar la relación de la comida en la calle y el turismo.

Nos sentimos orgullosos de nuestra comida. Es un factor de identidad y unidad. Eso hace que busquemos promover a Lima como destino gastronómico que compita con capitales sibaritas como Ciudad de México, Bangkok, Hanói o Penang, pero a la vez estigmatizamos y perseguimos lo que hace que esas ciudades atraigan masivamente a gente de todo el mundo. Parte de su gracia es que en ellas encuentras comida local casi en cualquier esquina a precios baratísimos, algo que no ocurre en zonas turísticas de Lima.

En Miraflores, el distrito más turístico, es más fácil encontrar una cadena de comida rápida extranjera que una propuesta local a precio razonable o un ambulante que ofrezca un siete colores, cebiche de mote o emoliente reparador. En Perú celebramos un programa que se llama “street food”, pero criminalizamos la comida callejera.

Nuestra comida no nació ni se vive en platos que cuestan 50 soles o más. Sin embargo, nuestra carta de presentación al mundo gastronómico está centrada en esas opciones. Excluimos a los carretilleros, ambulantes y pequeños negocios, como si la elitización de la propuesta gastronómica fuese el camino para entrar a ese ranking en el que, por sazón, merecemos estar.

La industria gastronómica nos ha dado bastante, pero muchos de los que representan su esencia han sido empujados al margen. Los mismos municipios, bajo el discurso del orden, se han encargado de allanar el territorio para que eso ocurra. Lo callejero, simple y habitual, en vez de ser incluido, está siendo cada vez más arrinconado, a pesar de todo lo que tiene por ofrecer.


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