Una manifestante se acerca a un carro lanza agua de la policía durante una protesta en el centro de Santiago. (REUTERS/Ivan Alvarado).
Una manifestante se acerca a un carro lanza agua de la policía durante una protesta en el centro de Santiago. (REUTERS/Ivan Alvarado).

Por: Jorge Nieto Montesinos

La calle está movida. Sus motivos pueden gustar o no. Sus formas suelen no ser agradables. Ha sido así desde que hay movimientos sociales. Pero cometeríamos un error si en vez de intentar entender, queremos etiquetar las protestas con ideologías de guerra fría –conspiraciones secretas, urdimbres apocalípticas, descalificaciones judiciales– que acaso iluminarían una parte muy menor del fenómeno. ¿Intentamos otra ruta?

En Santiago, Quito o San Juan de Puerto Rico los movilizados son distintos. En Chile parecen ser jóvenes urbanos de clases medias, beneficiarios de un consumo nunca antes experimentado. En Ecuador son poblaciones rurales e indígenas aliadas con pobres urbanos. En Puerto Rico otra vez jóvenes urbanos. En los dos primeros, demandas de naturaleza social, en el tercero, una rebelión ética y posmoderna. En todos los casos el detonador de una decisión impensada, un contexto de tensiones soterradas y una causa de apariencia baladí que hace estallar un ignoto volcán dormido. ¿Vivimos todos sobre volcanes que no conocemos?

La prensa internacional nos provee mucha información e hipótesis sobre las protestas. Uno puede elegir. Pero hay algo presente siempre: un sentimiento de agravio y de injusticia habita a quienes protestan. La inequidad se vuelve socialmente insostenible. De allí su fuerza, su convicción. De allí, también, la debilidad de quienes portan el orden. El sentimiento de agravio no solo está en los movilizados. Es compartido por una mayoría muy amplia que incluye muchas veces sectores de los propios gobiernos y del mundo empresarial. Lo intangible es invisible a los ojos. ¿Aguzamos más nuestra sensibilidad y nuestra razón?

Frente a un consenso roto, la respuesta ha sido el argumento tecnocrático y la capacidad coercitiva del Estado. En otras palabras, la ausencia de la política, su fracaso. Sus sumandos son diversos. La frivolidad aquí, la frase ofensiva allá, la ruptura de pactos en el otro lado. El resultado es siempre el mismo: cero política. Se escamotean los problemas y se omite actuar sobre lo esencial, aquello que le importa a la gente. ¿Podemos mirar de frente los hechos y reconstruir el consenso roto?

Mientras eso ocurre en otras partes, aquí los nubarrones otean el horizonte, la entretención del espectáculo político omite la política o le cercena su dimensión estatal. Las posibilidades del bloqueo político y social muestran ya sus pródromos –basta interpretar bien los últimos acontecimientos de nuestra apresurada escena electoral–, pero solo queremos construir barquitos de papel en la esperanza de que la tormenta no llegue o de que el papel mojado en desastres recientes se transforme por arte de magia en acero del acorazado invencible que no son. ¿Podemos empezar a hablar en serio?