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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Hoy vivimos en un mundo con baja inflación. Por ello, muchas de las discusiones que se vienen llevando a cabo en el contexto de la Junta de Gobernadores del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) giran en torno a los retos que genera este nuevo entorno de baja inflación, inmensa liquidez y tasas de interés reales negativas.

Este escenario de liquidez omnipresente y amenazante volatilidad financiera plantea nuevos retos para la política monetaria, ya que genera la necesidad de añadir al tradicional objetivo de la estabilidad de precios, el de la estabilidad financiera.

Ante la creciente importancia de la estabilidad financiera en la agenda de los bancos centrales, se alertó prudencia en lo macroprudencial, ya que si bien los beneficios de cuidar la estabilidad financiera con estas medidas (encajes bancarios, controles de capitales, intervenciones en los mercados cambiarios, etc.) han probado ser significativos, no están exentos de importantes costos, ya que se trata de medidas discrecionales que introducen distorsiones en los mercados.

En este contexto, saltó innumerables veces la pregunta de si se le está demandando mucho a la política monetaria y si la efectividad del quantitative easing o expansión cuantitativa, que ha mostrado innegable éxito en la creación de empleo, viene reduciéndose y con ello el impacto sobre la economía real.

Se afirmó que esta no debía actuar sola en la restitución de un crecimiento global saludable: el apoyo a la demanda agregada y las reformas estructurales son elementos clave.

Y es que los bancos centrales en el mundo corren el riesgo de convertirse en rehenes de los mercados, que son cada vez más llevados por razones de liquidez que por fundamentos.

Dados los costos del QE (las distorsiones que genera en las decisiones de inversión y en los precios de los activos), el costo de la normalización no es lo que importa, sino el costo de la demora en su inicio.