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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

En los últimos años el Estado peruano se ha esforzado en crear un marco normativo que facilite la inversión, el emprendedurismo y la formalidad. Y en este propósito, lo hemos visto realizar múltiples intentos de cambio normativo, cuyo principal fin estaba en la facilitación y predictibilidad de las decisiones de los agentes productivos. Así, los múltiples cambios a la Ley de APP y obras por impuestos buscaron facilitar la planificación en infraestructura y los cambios a los diferentes regímenes de inversiones (pensiones, fondos mutuos, seguros, inmobiliario, bolsa de valores, etc.); trataron de flexibilizar las decisiones de los inversionistas. En cuanto a las inversiones más pequeñas, se ha buscado reducir los trámites para iniciar un negocio. Finalmente, se ha intentado incorporar a más agentes económicos a la formalidad con normas que crean regímenes laborales y tributarios especiales, como la Ley pymes, el RUS, el régimen especial de renta y el último intento políticamente infructuoso de la 'ley Pulpín'.

Sin embargo, a pesar de todos estos esfuerzos normativos, los ciudadanos y empresas están cada vez más agobiados por las normas y la regulación. Así, la inversión en infraestructura no alcanza la velocidad requerida; los negocios, cada vez más complicados en su relación con el Estado (nacional y subnacional) y la formalización, siguen estancados.

La realidad entonces no parece entrar en un sistema normativo que intenta ser cada vez más predecible, pero cuyo cambio continuo genera el significativo costo de asimetría de capacidades entre el funcionario (que ante tanta modificación termina siendo el único experto en las mismas) y el sujeto de su aplicación, quien termina siendo víctima de la discrecionalidad final del primero. Uno se pregunta entonces si los problemas del Estado peruano están, en realidad, en las personas que las aplican y no en la calidad de las normas, donde se concentra hace tiempo todo el esfuerzo estatal.