La ciudad que nunca duerme

“Silvia vuelca todo su afecto y atención sobre mis hijas, y lo hace con una delicadeza conmovedora. Reina la armonía”.
La ciudad que nunca duerme.

Presentarse en el mostrador de American Airlines, aeropuerto de Miami, clase ejecutiva, supone un elevado riesgo, porque casi todas las señoras uniformadas que allí despachan son víctimas de una prolongada catatonia y se hallan sumidas en un profundo pasmo o estupor mental que les impide resolver las cuestiones más simples. Como si hubiesen escapado de un asilo para personas con pérdida de las facultades cognitivas, como si las hubiesen reclutado en un hospicio de oligofrénicas, dichas señoras raramente son capaces de imprimir el pase de abordar o introducir los números de TSA en la tarjeta de embarque. Víctimas de un ataque de nervios, culpan a las computadoras, trasladando el problema que las agobia a otra señora igualmente incapaz de resolverlo. Y así pasa media hora, mientras uno piensa: tranquilo, que ya pronto vienen los robots.

Una vez instalados en el avión con destino a Nueva York, mi esposa, nuestra hija y yo esperamos a que la nave despegue para reclinar los asientos y ver una película. Tras intentarlo infructuosamente, pedimos ayuda al tripulante, quien nos informa, austero con las palabras, avaro con las sonrisas, de que hay una falla eléctrica que impide reclinar los asientos y ver películas. Nos lo dice sin disculparse ni mortificarse, con una actitud displicente, como diciéndonos: ustedes no merecen ponerse cómodos ni ver películas, dejen de lloriquear como bebés y fastídiense un poco, que ya tienen suerte de no viajar en clase turista, mexicanitos. Porque el tripulante es extranjero al idioma castellano y seguramente piensa, al escucharnos, que somos mexicanos. De nuevo, me consuelo pensando: en pocos años, un robot hará tu trabajo y otro robot piloteará esta aeronave. Me dedico, entonces, a leer en posición erecta, rígida, mientras las chicas, tan juiciosas, se abandonan al sueño.

Tres horas y media después, subimos a una camioneta negra, enviada por el hotel, con un conductor que, siendo de origen hispano, se obstina en hablarnos en inglés. Le pregunto cuánto tardaremos en llegar. Mira su reloj, es la una de la mañana, mira la aplicación en su teléfono, y nos dice: Cuarenta minutos. Pero, siendo Nueva York, incluso de madrugada hay tráfico, y demoramos una hora larga en llegar al hotel. Por suerte no llevamos maletas grandes, solo maletines rodantes, porque, al bajar de la camioneta, ningún maletero se acerca a ayudarnos, ni un portero abre las puertas de vidrio. Son las dos de la mañana y, en la recepción, una mujer alta y amable, algo amodorrada, nos entrega las llaves de las habitaciones, una en el piso siete, otra en el piso doce. Le digo que habíamos reservado dos habitaciones conectadas interiormente. Me dice que esa opción no está disponible. Frustrado, digo que no es justo que nos dé dos habitaciones en pisos separados, cuando habíamos reservado cuartos conectados. Su rostro abúlico, indolente, inexpresivo, parece decirnos: mala suerte, si no les gusta váyanse a otro hotel, a mí me da igual porque no soy la dueña, y si se quedan o se marchan, cobraré mi sueldo, tan tranquila.

Al día siguiente, a pesar de que hace frío, 38 F, decidimos caminar hasta el restaurante donde almorzaremos con Camila, mi hija mayor. El paseo dura una hora y, a despecho del vientecillo gélido, las sirenas esporádicas y la promiscuidad de los peatones ensimismados en sus mundos virtuales, conseguimos disfrutarlo. Camila llega puntualmente. Trae regalos para Zoe. Hacía meses que no la veíamos. Es inteligente, sensible, divertida, responsable. No podría estar más orgulloso de ella. Tiene un sentido del humor ácido. Ha visto todos los documentales, todos. De niña veía todas las películas conmigo, y luego las veía de nuevo, con una curiosidad inagotable.

El restaurante está lleno de gente agradable: tantos humanos en apariencia felices le dan al ambiente una calidez que contrasta con el frío de la calle. Al salir, está lloviznando, el frío ha arreciado y las chicas piden volver en taxi. Salgo a la calle y detengo a un taxi cuyo conductor se niega a llevarme. Finalmente consigo otro taxi, prometiendo una buena propina. Sin embargo, el chofer me riñe, al tiempo que maneja. Como casi todos los taxistas de esa ciudad, está malhumorado, y descarga sus iras en nosotros, amonestándonos por tomar un taxi cuando bien podríamos haber caminado. En ese momento, pienso: pronto los coches serán automatizados y no habrá un conductor gruñón incordiándonos porque le viene en gana. Llegando al hotel, nos metemos en la piscina climatizada a 82 Farenheit. Para nuestra perplejidad, hay un salvavidas, vestido de rojo, subido en una silla elevada, cuidando que nadie se ahogue. Pero somos solo nosotros quienes nos bañamos, y la piscina tiene una hondura de tres a cuatro pies, de modo que solo podría ahogarse un enano. Le pregunto al salvavidas si alguna vez ha socorrido a alguien en trance de ahogarse. Me dice que no y se ríe, sabiendo que tiene un trabajo sosegado. Pienso: es feliz porque se contenta con poco, sabe que tiene un trabajo perfectamente inútil, innecesario, pero, a la vez, uno que no podría hacer un robot. Pienso: no habrá robots salvavidas, este joven no perderá su trabajo.

A la noche cenamos con mis hijas Camila y Paola en el restaurante del hotel. Hay mucha gente, es un bullicio, nos dan una mesa esquinada. Paola es un huracán, todos voltean a mirarla: alta, rubia, bellísima, sonriente, encantadora. Ya se graduó, tiene un gran trabajo, vive entre Nueva York y Los Ángeles, viaja todos los meses, es inteligente, apasionada, lista, risueña, está llena de vida, sus amigas la adoran, sus enamorados la aman con pasión. Comemos con desmesura. Silvia vuelca todo su afecto y atención sobre mis hijas, y lo hace con una delicadeza conmovedora. Reina la armonía.

Al día siguiente, caminamos a un centro comercial. Silvia compra los regalos para mis hijas. Confío a ciegas en ella, tiene un ojo profesional para elegir regalos, yo en cambio soy un buey para comprar ropa. También soy una acémila para patinar sobre hielo, lo que Silvia y Zoe hacen con bastante pericia. Luego caminamos a un hotel cercano, donde nos encontramos con mis hijas y comemos un brunch delicioso, con muchos huevos y abundancia de paltas. A los postres, viene la sorpresa: Camila y Paola han traído una torta con velas encendidas y le cantan happy birthday a Zoe, a pesar de que el cumpleaños será en marzo. Zoe está sorprendida y fascinada, le parece genial que celebremos sus ocho años, tres meses antes de cumplirlos. Camila dice: es que nunca estamos contigo en tus cumpleaños. Es uno de los momentos más felices del viaje.

Por la tarde, esperamos a Camila y Paola en la piscina, pero no llegan, están durmiendo la siesta. Me doy baños de vapor, transpiro como mula de carga, devuelvo calor a mi cuerpo aterido en las calles. A la noche volvemos a cenar en el hotel. Una camarera rusa se desmaya. La música es chillona, agresiva, y pido que la cambien, pero no lo hacen. Es Nueva York, la ciudad que nunca duerme. Al despedirme de Camila y Paola, las abrazo y les digo cuánto las quiero. No vale llorar. Reprimo las lágrimas. Con suerte nos veremos en febrero.

La señora uniformada que nos atiende en el mostrador de American, aeropuerto JFK, Nueva York, cumple su trabajo con la solvencia deseada. A diferencia de sus colegas mentecatas de Miami, que tienen el cerebro del tamaño de un fruto seco, es capaz de darnos la tarjeta de embarque, con los números TSA, sin tropezar con dificultades insalvables ni hacernos esperar media hora. Ya en el avión, un 767 de buen tamaño, los asientos se reclinan y hay películas, pero estamos extenuados y nos abandonamos a un sueño mórbido las tres horas que dura el vuelo de regreso a casa.

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