Trujillo: Ciclista de 12 años muere atropellado en la Panamericana Norte (Facebook)
Trujillo: Ciclista de 12 años muere atropellado en la Panamericana Norte (Facebook)

Yo no conocí a Lance. No supe quién era ni qué hacía. No sabía que tenía doce años. Nunca había escuchado de él. No tenía idea de que era campeón de ciclismo. No sabía dónde vivía ni que era del norte. No conocía su casa ni me había contado sus ilusiones. Era para mí un desconocido. Sin embargo, su muerte me ha dolido como si fuera alguien muy querido, alguien tremendamente amado. ¿Cómo sentir tanta pena por la pérdida de un extraño?

Lance representa el resultado de la ciudad que no queremos –¡maldito sea el momento en que le tocó representarla!–. La ciudad que nos mata. La ciudad a la que no le importamos. El desprecio a nuestras vidas, nuestras ilusiones y nuestros planes. La ciudad que nos enfrenta, que nos divide. Que contrapone a ciclistas con conductores y a ambos con peatones. Ciudades que no nos cuidan, ciudades que no nos quieren. ¿Cómo así sentirnos orgullosos del lugar donde vivimos si ni siquiera nos respeta?

Lance representa a mis dos hijos. A quienes criamos y educamos bajo los valores y principios en los que creemos. Al igual que el papá de Lance, nosotros les ofrecemos la ciudad que creemos posible. La ciudad que soñamos. Y es que cada día cuando se ponen el casco y salen a pedalear sé que salimos a enfrentarnos a la ciudad, a hacernos respetar, a hacernos visibles, a demostrar que importamos.

Sé también, por supuesto, que el riesgo es grande, tan definitivo y aterrador como el que nunca quisieron vivir los papás de Lance. Tan terrible que no se puede comprender. Tan injusto que provoca destruirlo todo. Tan oscuro que cuestionas todo lo que piensas, todo por lo que te esfuerzas, todo por lo que trabajas.

Cada vez que el riesgo se vuelve tangible. Cada vez que escucho sobre otro niño o niña que muere atropellado, sobre otra persona que se nos pierde en un incidente de tránsito. Cada vez que un auto pasa demasiado cerca y el aire de su velocidad hace que mi pelo revolotee. Cada vez que se me hace un nudo la garganta pienso si es justo que arrastremos a nuestros niños en nuestros sueños de una mejor ciudad.

Quizá algún día, más pronto que tarde, podremos dejar de temer por ellos. Podremos pensar que harán de sus vidas lo que quieran y que el lugar donde viven los acogerá para lograrlo.

Quizá algún día, Lima y Amadeo, mis hijos, podrán enseñar a sus hijos a montar una bicicleta sin sentir el horror del miedo que nos da a nosotros la posibilidad de perderlos. Quizá puedan darles un beso de despedida cada día sin temer que sus días se acaben pues saben que volverán con vida.