(Foto: AFP)
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Reflexionaba la semana pasada en esta columna sobre el futuro de la democracia –liberal, representativa, “fiduciaria”– por la tecnología y la polarización que generan las redes sociales: si no logramos mecanismos nuevos que canalicen los valores de hace 200 años –limitar el poder–, el futuro será muy tecnológico, pero difícilmente democrático y liberal.

Simultáneamente, por diversos motivos, explotaron en esos días en diversos lugares de Iberoamérica disturbios populares que están haciendo repensar muchas de las premisas de los actuales “pactos sociales”, aunque cada intérprete ciertamente jala agua para su molino. Así, con gran facilidad se aduce que lo ocurrido en Chile y Ecuador (y, en menor medida, Uruguay) demuestra el fracaso del “neoliberalismo”. Sin desconocer similitudes (el rechazo violento y popular a la alteración de subsidios en bienes o servicios esenciales para ciertos grupos), lo cierto es que “el modelo” en Chile es muy distinto al de Ecuador.

Y, por supuesto, esa lectura pasa por alto que las protestas en Bolivia responden a un grosero fraude electoral de Evo Morales, acólito de lo contrario a cualquier cosa que pueda ser llamada liberalismo, o neo. Y ni qué decir de lo ocurrido en Cataluña, donde se cuestiona la unidad política de España.

Los casos son distintos, y lo que puedan tener en común no es el factor económico. Más bien tiene que ver con la imposibilidad –momentánea– de los sistemas políticos-representativos por canalizar descontentos populares. En suma, de la democracia liberal-representativa como la conocemos. Encontrar los mecanismos para modernizarla –antes que abolir las libertades económicas– es lo verdaderamente urgente.

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