Kenji Fujimori. (CésarCampos/Perú21)
Kenji Fujimori. (CésarCampos/Perú21)

Algunos adoran la chanfainita, otros la aborrecemos. Muy aparte de ello, el término alude al plato hecho de interiores y que metafóricamente implica embrollo y confusión. Por supuesto se puede extender para calificar la moral pública y/o la ética nacional.

Esta columna parece no estar a tono con la nota del momento: demoler al Congreso. Las críticas se centran en la veracidad o falsedad de los certificados de estudios de algunos congresistas, principalmente los de Fuerza Popular (FP).

Veamos: la hoy Kenji Avenger (bastante ‘tela’) y ex fujimorista keikista, Maritza García, fue antaño el foco de todos los reflectores porque su título profesional era bamba. Durante el tiempo de la primera vacancia, esto fue olvidado por cierta prensa. La congresista –contra la cual no hay animadversión por nuestra parte– goza ahora de la omisión de esas acusaciones. Muy al contrario, es la vocera principalísima de los alicaídos y divididos Avengers.

En el otro lado del espectro están las ‘hipermarcadas’ Yesenia Ponce y Betty Ananculi, la una representante de Áncash y la otra de Ica. A la primera se le imputa falsificar certificados escolares y a la segunda presentarse como egresada de la carrera de Administración de Negocios Internacionales. Tome nota: para estar sentado en una curul del Parlamento del Perú no es requisito tener estudios. Los analfabetos son bienvenidos y con acierto. Todos somos iguales, los títulos no hacen una diferencia.

El enigma es: ¿por qué inventarlos? Puede ser que quienes realizan esta práctica piensen o crean que tendrán más estatus frente a sus pares. Una suerte de vergüenza social. Ahora le dicen ‘wanabi’ (del inglés “querer ser”). Sabrá dios, lo cierto es que sobre estos casos suele armarse un jaleo semanal que rebaja cada vez más al Parlamento.

Podría ser también que el pedido al Tribunal Constitucional del ex presidente Kuczynski para que impida que el Congreso lo investigue se asiente en la desvaloración de esta importante institución nacional. Similar al desinterés de la Fiscalía de la Nación por interactuar con el Parlamento.

Reza el adagio: “En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”. Quien miente es consciente de lo que está haciendo. ¿Qué es moralmente más lesivo para la nación? ¿Que un presidente falte a la verdad de lo que evidencian los hechos, que niegue vinculaciones para obtener un beneficio –siempre monetario y oneroso– fuera de la ley?; ¿la anemia infantil, la pobreza extrema?, ¿la delincuencia, el atraso? ¿O la mentira escolar o académica?

Mentir, faltar a la verdad siempre es repudiable, afecta la ética personal y nacional. No tiene justificación. Juzgue usted si –como en las penas judiciales– en el timo hay gradaciones, omisiones, faltas y delitos graves.