Carta al (mejor) padre. (Getty)
Carta al (mejor) padre. (Getty)

Querido papá: El lunes pasado se cumplieron cuatro años de tu muerte y mañana es el Día del Padre. Te he recordado y te sigo recordando con el amor y la admiración de siempre. Nos hemos reído, mis hermanos y yo, repitiendo anécdotas de tu lado menos conocido fuera de la familia: tu gran sentido del humor. ¡Qué divertido eras!

Hacia fuera, en cambio, eras formal, serio, circunspecto. Un caballero en todo el sentido de la palabra, porque tu integridad era proverbial. Admirabas a Grau, y nos inculcabas lo mismo. Ahora yo les hablo siempre a mis hijos de ti, de tu faceta graciosa y también de tu bonhomía.

Tal vez por eso, mi hijo, tu nieto, me ha dado hoy (sin saberlo) el mejor regalo que podría yo haber recibido por el Día del Padre. No es un objeto, es una satisfacción. Él estaba urdiendo un pequeño engaño para evadir un castigo, pero por algún motivo se arrepintió cuando estaba a punto de lograrlo. Llamó llorando a su mamá, por propia iniciativa, y le contó. “Me siento muy mal por haberte mentido”, le dijo.

Te veo en él. No porque el sentido moral sea hereditario –no lo es, en el sentido genético–, sino porque intuyo que acaso inconscientemente se inspiró en ti para ejecutar su acto de integridad. Escogió libremente lo correcto, a pesar de su impulso contrario. Sin libertad no hay moral, y tú nos enseñaste también a amar la libertad. Por eso, a diferencia de la de Kafka, mi carta al padre no es una de reproche, sino de gratitud. Gracias, papá. Y gracias también, hijo.

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