Caras nuevas. (GEC)
Caras nuevas. (GEC)

La repulsa que la población siente por los políticos –personificados en los líderes partidarios y sus congresistas– no es reciente ni extraña, y tampoco podría describirse como un fenómeno exclusivo del Perú: basta darse una vuelta por Europa o los EEUU para darse cuenta de que no son pocas las democracias donde el fracaso de los políticos tradicionales viene llevando al poder a toda clase de aventureros y extremistas.

Podría decirse incluso que desde las elecciones presidenciales luego del catastrófico primer gobierno de Alan García (1990), que enfrentó a dos candidatos –Alberto Fujimori y Mario Vargas Llosa– sin afiliaciones directas a los partidos tradicionales del país, el Perú es casi un pionero histórico de esta tendencia, que por cierto no deja de dañar economías y democracias antaño sólidas.

La encuesta de Datum que Perú21 publica en la edición de hoy muestra que hay un deseo de la ciudadanía de apostar por caras nuevas, con menos rechazo. Paralelamente, los encuestados manifiestan una profunda aversión a instituciones como el Congreso de la República que el imaginario popular parece percibir como el sumidero de todo lo que la política representa en el Perú.

No es para menos, los despropósitos son pan de cada día bajo el techo del hemiciclo de la Plaza Bolívar. Blindajes grotescos, acosos sexuales, leyes con nombre propio, protección a delincuentes probados, troleo a periodistas, transfuguismo oportunista, títulos profesionales fraguados, denuncias y juicios que se estrellan contra la inmunidad parlamentaria… la lista es asaz extensa y tanto la prensa como las redes sociales andan saturadas con las hazañas de tanto padre de la patria que siempre se las arregla para llevar aún más abajo la pendiente de desprestigio.

Sin embargo, ya conocemos también los daños colaterales de semejante descalabro: la proliferación de malos outsiders que con el rollo antisistema no representan sino otro riesgo de que el aparente remedio sea peor que la enfermedad.

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