Para los peruanos, Machu Picchu es sinónimo de orgullo. Para el mundo, de admiración. Pero para quienes estamos comprometidos con desarrollar el turismo, Machu Picchu es una gran preocupación. Nuestro atractivo estrella se ha vuelto un cuello de botella, poniendo en jaque su sostenibilidad y el crecimiento del sector.

No es exageración. El acceso vía Aguas Calientes hace tiempo dejó de ser pintoresco para convertirse en caótico. Las colas para ingresar son tremendas: hasta 6 mil personas cuando la capacidad bordea la mitad. El bus para subir y bajar, serpenteando el barranco, un riesgo constante. En consecuencia, lo que debería ser una maravillosa experiencia se afecta negativamente.

Esto tiene graves implicancias. 85% del turismo receptivo tiene como destino Machu Picchu. ¿Qué sentido tiene multiplicar la cantidad de turistas por año si nuestro mayor atractivo no se da abasto? ¿Qué satisfacción –o insatisfacción– estamos generando? Entre la frustración de quienes no lograron ingresar, y el malestar de quienes padecieron incomodidades y horas de espera. Sin mencionar las mafias que aprovechan la sobredemanda para falsificar entradas, lucrando con nuestro patrimonio y empeorando su saturación.

¿Hay remedio? Por supuesto, existe un plan consensuado en poder de las autoridades desde hace años. Comprende desarrollar circuitos, instalar elevadores y telecabinas, ampliar las zonas visitables, descongestionando y preservando el vestigio arqueológico. Tras marchas y contramarchas, se dejó de lado. Hoy el Mincetur está impulsándolo, pero necesita el decidido apoyo de los gobiernos central, regional y local. Como peruanos, alcemos la voz. ¡Hagamos saber que Machu Picchu no puede esperar más!

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