Además de compartir un férreo conservadurismo, López Aliaga y Lescano son los candidatos que mejor encarnan la opción populista. Con matices, por supuesto. Uno es de derecha y el otro de izquierda, uno es un bravucón, el otro un campechano, pero, al final, son lo que todo populista: inflamados vendedores de sueños de opio.
Y es que para el populismo lo de menos es el signo ideológico, su consigna es una sola: explotar el malestar de la población por la precarización de sus condiciones de vida y enfrentarla con unas supuestas élites políticas o económicas para así sacar provecho electoral.
En medio del desencanto generalizado, ese discursete enciende como reguero de pólvora y ambos lo saben. Cada uno, desde su trinchera, dice representar la reserva moral del país. López Aliaga, el empresario exitoso y el outsider impoluto que nos rescatará de la secta caviar y corrupta que ha tomado por asalto el Estado, con ayuda de la prensa mermelera y que lo quiere izquierdizar al son de Cuba. Ah, y que expulsará a Odebrecht (soslayando olímpicamente la independencia de la judicatura). Lescano, el congresista experimentado que se enfrentó a las mafias en el Congreso (incluyendo a la facción golpista de su partido) y que extirpará la corrupción del Estado y del empresariado envilecido.
Esta narrativa cuasi épica forma parte de un combo de propuestas populistas que, de aplicarse, nos conducirán a la deriva. Lescano nos ofrece poner topes a las tasas de interés, nacionalizar los recursos naturales o renegociar contratos mineros (aún no se decide) y desglobalizar la economía; es decir, renegociar los TLC para promover la industria nacional. La ola celeste viene también con tasas de interés baratitas nomás, sobre todo si eres buen pagador, y con la eliminación de monopolios, como el farmacéutico.
Por más patriota que suene el discurso, en una democracia no hay espacio para el populismo.
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