Susana Villarán podría recibir una pena privativa de libertad no mayor de dos años. (USI)
Susana Villarán podría recibir una pena privativa de libertad no mayor de dos años. (USI)

La confesión de Villarán de haber financiado la campaña del No a la revocatoria de su gestión edilicia con fuentes corruptas y las correspondientes prisiones preventivas tienen diversas consecuencias políticas. Se ha señalado el impacto negativo de este proceso judicial para las ambiciones electorales de la izquierda; así como para el prestigio del sector político que ostentaba su “impecable honestidad”. Pero no debemos obviar una implicancia mayor: la caída del activismo cívico-político basado en el fetichismo moralista.

En un país de crisis de partidos, el Apra y el fujimorismo han insistido en un dinámica organizativa propia. Se han desarrollado a partir del protagonismo en la arena legislativa, con dirigencias nacionales activas en la opinión pública y comités provinciales de supervivencia burocrática. Han sido sus respectivos congresistas quienes agitan la vida cotidiana partidaria pues las bancadas y sus despachos contienen los recursos para la movilización.

Asimismo, el Apra y el fujimorismo –y quienes han seguido este patrón de vida orgánica dependiente del Legislativo– han sido los guardianes de los cánones de la política partidaria.

Sus opositores –antiapristas y antifujimoristas– han ensayado otra forma de articulación política, que gira en torno al activismo cívico –de causas morales–, de resonancia en la esfera mediática y 2.0 –desde amixers hasta influencers–, con el protagonismo de (de)formadores de opinión –el analista “independiente” convertido en vocero por la sencilla razón de la amistad (sic)–, apoyados en ONG y en la confianza del entorno social (intelectualoide y artístico). Precisamente su impostada “independencia política” los conduce por una estrategia antipartido: la estigmatización del oponente. Sus cánones políticos son distintos. En la política tradicional se reconoce al rival; el activismo moralista busca la desaparición del enemigo.

El hecho de que sea el Congreso la arena de sobrevivencia partidaria explica por qué los activistas antipartido (Villarán post-PDS) y sin partido (Vizcarra) enfilen contra esta institución.

El discurso de la “honestidad” en política –que tanto enarboló Villarán– es consecuente con el activismo antipartido porque se mueve en el eje del fetichismo de “buenos” y “malos”, del exterminio del enemigo. Obviamente, quienes lo promueven se asumen portadores de la bondad y sus oponentes –etiquetados como “aprofujimorismo”–, las encarnaciones del mal. Al evidenciarse que las “manos blancas” cívicas estaban tan sucias como las partidarias, la táctica fetichista y antipartido debiera perder legitimidad.

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