(EFE)
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De los casi 40 millones de kurdos, cuya mayoría vive entre Iraq, Irán, Siria y Turquía, solo un poco menos de 8 millones lograron consolidar una región autónoma en Iraq a partir de 2005, cuando una nueva constitución les otorgó el derecho a tener un gobierno regional en tres provincias norteñas de ese país. Sin embargo, las ciudades más importantes del norte, Mosul y Kirkuk (centros de producción petroleros iraquíes), no son parte de la zona autónoma.

La estabilidad duró poco porque, en 2014, un grupo disidente de Al Qaeda se autoproclamó como califato (imperio) de Iraq y Siria y desde Mosul se expandió, principalmente, hacia la región kurda. El Estado Islámico dominó hasta hace un tiempo la mayor parte de la región kurda, hasta que milicias de ellos, los Peshmerga, la recuperaron en feroces batallas.

Bajo la consigna de que los kurdos, y no el ejército árabe iraquí, reconquistaron el norte del país, el presidente de la región autónoma kurda, Masud Barzani, se apresuró a convocar a un referéndum para votar por la independencia en setiembre de 2017, calculando, equivocadamente, que el voto masivo de los kurdos iraquíes contaría con el apoyo masivo de la comunidad internacional. Sin embargo, la geopolítica de los “grandes”, nada compasiva con los kurdos, les negó otra vez un estado.

Las amenazas de invasión y de bloqueos por parte de Turquía, de Irán y del gobierno iraquí de mayoría árabe, y la falta de apoyo internacional detuvieron el proyecto nacional kurdo. El sueño del pueblo que dio a los musulmanes al líder histórico kurdo, Saladino, quien expulsó a los cristianos del Medio Oriente durante las Cruzadas en el siglo XII, se mantiene congelado por los intereses de sus vecinos y de las grandes potencias del mundo.

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