Evo Morales presentó su carta de renuncia ante el Parlamento de Bolivia. (Foto: AFP/Archivo)
Evo Morales presentó su carta de renuncia ante el Parlamento de Bolivia. (Foto: AFP/Archivo)

Estoy de acuerdo con que Evo Morales no debió postular a un cuarto periodo presidencial. Ni a un tercero. Al desconocer el referéndum que rechazó su intento reeleccionista se puso en la orilla opuesta de la democracia que decía defender. Y fue bastante grave que usase su influencia para igual postular con una interpretación forzada, si no ilegal, de la ley, al estilo de Alberto Fujimori. ¿Cuál era la necesidad de estirar tanto la pita cuando su legado era incuestionablemente superior a cualquiera del de sus pares en la región? No hay defecto más autodestructivo para un político y su legado que el de caer en las redes del mesianismo.

Pero este contexto requiere una capa adicional de análisis. Cuestionar la permanencia de Evo en el poder no elimina que lo que está ocurriendo en Bolivia se asemeja mucho más a una operación militar y policial llevada al extremo fascista que a una victoria democrática o revolución cívica. La OEA propuso nuevas elecciones. Tardíamente y ante la presión, Evo Morales terminó por aceptarlo, poniendo en marcha el proceso de transición, pero la oposición, con apoyo de las Fuerzas Armadas y la Policía, pateó el tablero. Si eso no es un golpe tradicional latinoamericano, ¿qué es?

Las brechas ideológicas no deberían llevarnos a justificar lo que está ocurriendo en el país vecino: la oposición ha tomado el poder agitando la biblia en una mano y un arma en la otra. “La Pachamama nunca volverá al Palacio. Bolivia es de Cristo”, dijo Fernando Camacho, el “Bolsonaro boliviano”, que, sin haber participado en una elección, ya estaba en Palacio Quemado para anunciar ese futuro aterrador.

Evo Morales termina mal, pero el fundamentalismo, clasismo y racismo que han entrado con fuerza no se ven mejor. Nada que celebrar.


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