Era una mañana tranquila. Me acababa de preparar uno de mis platos españoles favoritos: el gazpacho. Todo normal hasta que, de pronto, se hizo el black out.
Nos quedamos sin electricidad. Sin teléfono, Sin Internet. Sin semáforos. Sin trenes. Incluso sin cocinas, la mayoría eléctricas.
No sé si han visto la serie de Netflix protagonizada por De Niro: Día Cero. Yo la he empezado a ver después del apagón. Impresionan las coincidencias.
Como en la serie de TV, seguimos sin saber qué pasó. Pero más allá de si hubo razones técnicas o políticas en el apagón, lo relevante es que la ciudadanía española (y me refiero al conjunto de personas que vivimos aquí, más allá del lugar de nacimiento), respondió a esta situación de forma muy civilizada.
No hubo ataques a la propiedad, que hubiera podido facilitar la caída de los sistemas de alarma. Los miles de pasajeros que quedaron botados en los trenes o en el metro, muchas veces en medio de la nada, se vieron gratamente apoyados por los vecinos del entorno. La Policía y los bomberos liberaron a otros miles de ciudadanos, encerrados en los ascensores. Toda nuestra vida cotidiana se vio alterada, pero mantuvimos el orden, y nos mostramos solidarios.
La experiencia sirvió para algo más: para que retomemos la conciencia de que hay que dejar espacio a las viejas costumbres. Desde la de la lectura, hasta la de portar algo de efectivo. Quien careció de este, en las largas horas del apagón no pudo poner gasolina o comprarse comida. Pero ha servido especialmente para retomar la confianza en la gente de buena fe. Que es la mayoría. Y manifestar nuestro desprecio hacia el discurso político que, como en la serie de TV, piensa en sus intereses, más que en los de la ciudadanía.
