Bicentenario
Bicentenario

Creo que se puede decir, con toda justicia, que esta crisis política que estamos viviendo es la más tonta que en nuestros casi doscientos primeros años de existencia hemos tenido que sortear. No pretendo subestimar la magnitud del problema que enfrentamos, ojo. Lo que no deja de sorprenderme es la comparación entre la situación rarísima en la que andamos y otras crisis que han paralizado a nuestro Estado y permitido que –como ahora– la sensación de anarquía y desgobierno se escurra con tanta facilidad hacia los ciudadanos.

Hoy nadie puede afirmar con solvencia que el presidente terminará el mandato de cinco años que se le encargó. Nadie sabe cuáles son las ideas que sustentan las fuerzas políticas de nuestro país; nadie quiere saber. La ilusión de ver que el Perú, con idas y venidas, va hacia un mejor mañana parece haberse empezado a desvanecer. ¿Quién podría aguantar tanto golpe, tanta mierda? A uno no le enseñan qué hacer cuando se entera de que todos los presidentes elegidos en este siglo son incluidos en la supuesta planilla de Odebrecht.

Por lo menos diez amigos me han dicho, en las últimas semanas, que este país no tiene futuro. Que las cosas no van a cambiar nunca y que todo está mal. Que quizá haya llegado la hora de irse afuera y tratar de tentar a la suerte para buscar mejores oportunidades. Y no hay una dictadura, ni coches-bomba, ni inflación, ni colas en la puerta de cada mercado. Lo que hay es una arcada gigante en las tripas de millones de personas que no entendemos cómo puede haber gente tan canalla como para hacer lo que ahora sabemos.

La contradicción me parece violenta: cien mil venezolanos han llegado hasta el Perú escapando de la miseria, pero aquí no dejamos de sentirnos miserables. Con nuestra economía dentro los cánones de lo correcto, con millones de dólares en riquezas y con recursos que el mundo pide y que tendrían que ser nuestra mejor arma contra la pobreza. El problema está en que acabamos de ver –con el rabillo del ojo todavía– a ese monstruo de mentiras y coimas que parece haberse colado a todos los poderosos.

Así, envueltos en llamas, vamos a llegar al bicentenario. Con el Congreso y el Ejecutivo peleados y con todos a la espera de un salvador. Como en 1823. Quizá sea el momento de entender que nadie vendrá a rescatarnos y que de nosotros depende.