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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

UNOEn este antiguo aparador de pino se guardan regalos de matrimonio que mis padres nunca usaron. Elegantes juegos de porcelana de cientos de piezas que se quedaron en sus cajas durante décadas, manteles de encaje inmunes al paso del tiempo, cuchillería reservada para una ocasión tan especial que no llegó jamás. Mi graduación, tal vez. Quizá, mi boda. Hoy he decidido sacarlos, desempolvarlos por fin y darles alguna utilidad en este almuerzo dominguero –un poquito desconcertante– que he organizado. Digo desconcertante porque hace bastante tiempo que me jubilé del pesado cargo de alma de la fiesta, renuncié a la dura tarea de ser el tío favorito y agradar. Veinte años atrás, me desvivía en multitudinarios agasajos y toda suerte de parrilladas y cenas danzant. Ya no. He aprendido que, en aras de la paz y la concordia, no hay mejor reunión familiar que la que se evita. Menos bulto, más claridad. Y, sin embargo, aquí me tienen, de nuevo, lavando copas, seleccionando vinos y cortes de carne, doblando servilletas de tela, de oferente del banquete. Este año, no sé por qué, me asaltó la idea de invitar a un pequeño grupo a celebrar. Pequeño sí, porque ya no tengo la paciencia necesaria para satisfacer las demandas de tantos al mismo tiempo, como quien atiende en una ventanilla de servicio al cliente. Me doy perfecta cuenta de que no es casual. Que esta insólita reunión suceda en la semana del Día del Maestro, 6 de julio, día del cumpleaños de mi madre. Ya sé qué me van a decir, que no tiene sentido celebrar un año más de vida de quienes ya hace muchos años que partieron pero, al final, el santo se convierte para uno en fecha histórica y, pasados los años, conforme el duelo va restañando y volviéndose parte de la cotidianeidad, conforme las misas de honras se hacen cada vez más improbables y las visitas al cementerio más esporádicas, lo único que te nace es convocar a unas cuantas personas, destapar un par de buenas botellas que hagan florecer las risas y brindar por las memorias felices de los que no regresarán. A mi mamá le fascinaba inventar fiestas por ninguna razón en particular. Incluso en las épocas más ásperas y de mayor austeridad, se las arreglaba para organizar celebraciones con cualquier pretexto y con cualquier presupuesto. Vengo de una de esas familias bulliciosas en las que todo el mundo se metía a la cocina al mismo tiempo a terminar de preparar la ofrenda frugal que buenamente trajo desde su casa. Y en medio de esas tremendas bataholas, mi madre era siempre la mariscala de campo que dirigía a las tropas con dirección al objetivo final: los bocaditos, los cócteles y las viandas. Es por eso que este domingo de invierno, he vencido a mi proverbial flojera de la vida para echarme a la espalda las labores de producción de un discreto festín para diez personas. Que la providencia me asista en tamaña empresa. Hoy voy a ofrecer un almuerzo en tu nombre, Zoila Irma, ¿qué te parece? Haremos salud con un buen pisquito quebranta y freiremos picarones con miel de higo en el jardín. Es una de las pocas, humildes formas que he encontrado para conjurar la larga noche de tu ausencia.

DOSUn vagón de tren antiguo, de madera. La puerta que lo separa del exterior es de vidrio. Yo estoy de un lado, mi mamá del otro. Yo estoy dentro, ella afuera, parada en esta especie de pequeño balcón, mirándome con dulzura. Detrás, el bosque, esponjosas nubes sobre un cielo azul. Más que dichosos, estamos radiantes. Nos hemos reencontrado, por fin y estamos contentos aunque no podamos abrazarnos. Tampoco podemos hablar porque no alcanzamos a escucharnos, tratamos en vano de leer lo que dicen nuestros labios. Tratamos, en vano, de abrir la puerta, de hablar con señas porque el motor hace mucho ruido pero no podemos traspasar el cristal que nos separa. No hay angustia, sin embargo. Todo es tranquilidad, estamos claros en que las cosas son así, en que nada puede ser de otra manera. En mis ansias de decir algo de todo lo que quisiera decir, me pongo a escribirle con los dedos en el vidrio, sobre el vaho de mi aliento. Le escribo que la extraño mucho, muchísimo. Siempre tuve la extravagante destreza de escribir al revés, así que le escribo muchas cosas y ella puede leerme sin problemas. Sonríe una y otra vez mientras me lee y me contempla mientras escribo con una mano y lo borro todo con la otra. No sé qué más hacer. Le dibujo flores, muñequitos, corazones y ella se ríe, conmovida. Me sorprende constatar que mi letra no es mi letra. Mis dibujos, tampoco. Son diferentes, son los de un niño, son los del niño que fui, del niño sin edad en que me convierto cuando ella aparece. Nos miramos largamente, extiende sus manos y las coloca sobre las mías, a través del vidrio. Es uno de esos sueños en los que, mientras sueñas, sabes perfectamente que estás soñando pero te sientes tan feliz que no te importa. Es uno de esos sueños en los que ruegas no despertar. Pero una parte de mí ya está despierta porque escucho, a lo lejos, el rumor de las olas y en mi sueño no hay mar, es el mar que revienta allá abajo, a pocos metros del lugar en el que duermo. Es amargo saber que nada es real, pero la alegría que el sueño me produce es de verdad, así que me aferro con todas mis fuerzas a la puerta de ese tren que no existe. Cierro los ojos –también en mi sueño– y apoyo mi frente en la frente de mi mamá que está allí, delante de mí, que sí existe porque yo existo. El sonido del tren va diluyéndose hasta desaparecer y las olas estallan, cada vez, con más fuerza. Abro los ojos y ella ya no está. Mi sueño ha terminado. Todo se esfuma, con violencia. Abro los ojos. Es una mañana fría y, frente a mi ventana, un espeso manto de neblina me impide distinguir dónde está el mar. La vida se esfuma como si la hubieran escrito sobre un espejo empañado.