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Redacción PERÚ21

redaccionp21@peru21.pe

Había una vez un chico que era tan flaquito, pero tan flaquito que sus causas le decían "Tubito" o "Sequito", aunque a él le gustaba más que le dijeran Anuel, como a su cantante de rap favorito pese a que, en realidad, se llamaba Jorge Luis Huamán Villalobos. Había una vez otro chico que se llamaba Jovi Herrera Alania –que no se pronuncia Yovi, sino Jovi–, aunque a él le gustaba más que le dijeran DJ Jovi (que se pronuncia Di Yey Jovi. Di Yey se les dice a los disc-jockeys y, las contadas veces que lo dejaban poner música en un quino, a él le ilusionaba pensar que algún día iba a convertirse en uno de los bravos). Tubito o Sequito tenía, con las justas, 19 años y DJ Jovi, 21, ambos eran de un mismo difícil barrio de Independencia y ambos habían chambeado desde muy chibolos para ayudar a pelear con la tenaz pobreza de sus casas. Sequito ayudaba a sus papás y Jovi, a su abuela que lo había criado desde bebito, desde que la mamá lo abandonó: se lo dejó encargado y se mandó mudar para siempre. Juntos en las buenas y en las malas, Tubito y DJ Jovi habían trabajado en absolutamente todo lo que habían encontrado: limpiando lunas, cargando bultos, vendiendo gorras de Papa Noel entre los carros para Navidad. Habían cachueleado siempre en lo que hubiera, hasta que un día creyeron que se les aparecía la virgen y les pintaba una chambita fija, por fin. Se les presentó una oportunidad que ambos identificaron como "trabajo seguro" cuando, en realidad, los estaban comprando, por unas cuantas sucias monedas, como modernos esclavos.

El horario era de siete de la mañana a siete de la noche, los siete días de la semana. Siete, siete, siete. La tarea consistía en borrarles la marca chancho a unos infames tubos fluorescentes chinos con una lija para luego pegarles unos stickers, embalarlos y hacerlos pasar como prestigiosos fluorescentes Phillips para venderlos a mayor precio en Las Malvinas, en las tiendas del primer piso de esas mismas Galerías Nicolini donde morirían asfixiados o quemados vivos. El salario era de dos soles por cada caja de 25 fluorescentes. Más o menos, veinte soles por día. Más o menos, un sol sesenta –¡sesenta centavos de dólar!– por hora de trabajo. Como ya todo el país sabe, a manera de medida de seguridad destinada a impedir el robo de mercadería, Luisito y Jovi eran encerrados con candado en unos contenedores –o containers de metal– que se habían instalado ilegalmente en las azoteas para convertirlos, absurdamente, en los últimos pisos de la galería. Solo se les permitía salir a la calle –por media hora– a la una de la tarde para que se compraran algo de almuerzo (con su plata) y, al volver, eran encerrados nuevamente hasta las siete de la noche. Si tenían necesidad de orinar, tenían que hacerlo en una botella plastilitro y si tenían alguna otra necesidad fisiológica, tenían que aguantársela hasta la hora de salida porque, en esa ratonera infecta, no había baños.

Semejante taller clandestino de falsificación y almacenamiento de materiales peligrosos pertenece a Inversiones JPEG S.A.C., una empresa que registra un solo trabajador y figura a nombre de Juan Manuel Polar de Rivera, alias "El Gringo", y su gerente es José Enrique López Ramírez. El esclavista Polar de Rivera figura –según "Correo"– en la lista de los "Panamá Papers" como accionista de la empresa Polyroad Corporation, registrada en las Islas Vírgenes Británicas y, en la Sunat, registra como domicilio: calle Aurelio Miró Quesada 172, departamento 801, San Isidro.

La vida, pues, no les mostraba a estos chiquillos humildes su mejor sonrisa, pero aun así, DJ Jovi tenía una razón para la alegría: su pequeña Catalina Kristel acababa de nacer, hacía apenas veinte días y eso hacía que las interminables horas de encierro se le hicieran un poco más leves. Luisito, en cambio, hacía gala de un espíritu más dark, acorde con su perfil hip-hop, rebelde y descreído: "Cada quien decide en qué infierno se quema" –había escrito en su Facebook el 6 de junio, tan solo diecisiete días antes de quedar cercado, sin ninguna escapatoria, por las llamas. "No tengo miedo a la muerte. Solo tengo miedo a que me olviden" – había posteado Jovi en noviembre del año pasado. Todo lo que dijiste en vida se puede convertir luego en automática premonición. A las cuatro de la tarde del jueves, cuando el incendio ya tenía más de tres horas de iniciado, César Herrera recibió una llamada de su sobrino Jovi que le hablaba tosiendo, atorándose en medio de la humareda: Tío, no podemos salir de aquí. El dueño nos ha encerrado con candado. Tío, el humo ya está entrando. Tío, ya se me acaba el aire, ya se me acaban las esperanzas, ya se me acaba la batería. Llegaron incluso a mandar un video del indecible horror que vivían atrapados allí dentro, como animales. Tío, el fuego está viniendo. Tírate al suelo, hijito. El humo siempre sube, pegado al piso vas a poder respirar. Orina tu polo y póntelo en la nariz. Así vas a poder respirar. El tío César trataba de sacar fuerzas de dónde no había para darle ánimos al niño engreído de la casa en su horrorosa agonía. La abuela y él corrían de un lado al otro, le suplicaban a los periodistas, a la policía, a los bomberos. Un helicóptero, por piedad, un helicóptero. En un efímero rapto de esperanza, les pidieron que ayudaran a dar con su ubicación exacta. Saca tu mano, hijito. Busca una rendija. Danos una señal. DJ Jovi agitó con desesperación su casaca verde mientras Luisito lograba sacar su brazo flaquísimo hacia ese mundo exterior al que ya no regresaría, blandiendo uno de esos malditos tubos fluorescentes falsificados como si fuera la estúpida bandera de un país desalmado y asesino. El dron de la Municipalidad de Lima captó, nítida, la imagen de aquel brazo de niño que moría. El helicóptero nunca llegó. Los bomberos nada pudieron hacer. El fuego terminó por devorarlo todo. A las cuatro y media de la tarde ingresó al celular del tío César la que sería la última llamada de Yovi. Tosiendo y llorando. Llorando y tosiendo: Dile a mi mamá que no llore. Ya fue ya. Cuida a mi hija. Dile que la quiero. Ya fue todo. Ya fue. Ya fue.